Juan Álvaro Montoya


Álvaro Uribe Vélez ha definido la vida política nacional de los últimos 20 años. No es necesario citar sus servicios, su influencia o su trasegar. Ya se conocen sus favores a la patria. De sus contribuciones a la nación se podrían escribir innumerables páginas por quienes recordamos el país que recibió en el año 2002 y lo comparamos con el que entregó en 2010. Gratitud eterna por ello.
Con esto en mente, sorprende la forma como jóvenes bisoños en la política censuran con vehemencia el supuesto actuar criminal de Álvaro Uribe, quien aún sin condena en contra, es lapidado por sus enemigos. Estos párvulos sirven de caja de resonancia a prédicas radicales de una izquierda que desea la extensión total de Uribe y su legado. Para el inicio de su primer periodo presidencial, esos niños, si acaso habían nacido, tomaban leche materna o estudiaban sus primeras letras. No vivieron la debacle económica e inmobiliaria de la década de los 90, no conocieron las pescas milagrosas de “Romaña”, ni las tomas a municipios del “Mono Jojoy”, ni las extorsiones miserables a comerciantes honrados cuyo único delito era el buen sentido mercantil, ni el temor reverencial que infundían el “Negro Acacio”, “Grannobles” o “Karina”, ni el cinismo homicida de Carlos Castaño y el horror que su estructura armada sembró gracias al apoyo de traquetos fantoches que hacían alarde sin pudor de su dinero, obligando a hombres de bien a bajar su mirada cuando pasan por su lado, mientras silenciaban a una fuerza armada en su mayoría honesta, que impotente solo podía contemplar la forma como el país se escapaba de sus manos. Antes de Uribe se aseguraba que el nuestro era un “Estado fallido” y que sería imposible retomar la senda de crecimiento y recuperar la capacidad institucional. Para dolor de algunos y alegría de muchos, fue el mandato de Álvaro Uribe el que cambió todo.
Su segundo periodo, tortuoso por el desgaste natural del poder, consolidó el trabajo iniciado y permitió que el nuestro pasara de ser un Estado paria a un modelo de desarrollo y progreso. Pero sus adversarios no perdonan. No podían olvidar que Álvaro Uribe los retiró militarmente de los alrededores de Bogotá para hundirlos en la profundidad de la selva donde el Estado no los alcanzaría. No permitirían que Uribe continuara recibiendo honores como “el gran colombiano” y mucho menos que fuera exaltado como un héroe o una figura de permanente influencia histórica. ¡No! Dado que su destrucción física era casi imposible gracias al conocido esquema de seguridad que lo acompaña, era menester cambiar de estrategia. Ahora era el momento de acabar con su nombre, su reputación y calumniar, mentir repetidamente y hacerlo tantas veces hasta que las mentiras se convirtieran en verdades.
De este modo Álvaro Uribe llegó a ser considerado por un sector de la opinión como una persona que quebranta la ley. Sin condena en contra - y aún no la tiene - celebran su detención como un paso para la democracia.
Las decisiones judiciales se obedecen. Punto. Es un imperativo legal. Sin embargo, sí se pueden cuestionar dentro de proceso judicial. Esta es la naturaleza de cualquier impugnación. A Uribe se le ha detenido para evitar que influya en el proceso. Este criterio, que ahora se predica sobre un expresidente de Colombia, que nunca se ha negado a comparecer y que siempre ha dado sus batallas dentro de la legalidad, no se aplicó a bandidos encorbatados que como Santrich estaban acusados de narcotráfico, con pruebas aportadas por los Estados Unidos y que a la menor oportunidad emprendieron su fuga para refundar una guerrilla anacrónica. No es justo.
Quienes tenemos memoria, quienes recordamos los horrores de lo que fue Colombia y ahora contemplamos el futuro con optimismo y las dificultades como oportunidades, solo podemos expresar nuestra tristeza por la forma como se ha mancillado a este hombre.
Solo nos resta decir: Ánimo presidente Uribe, pues no está vencido quien aún lucha.
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