La noción de “ciudad inteligente” proviene del anglicismo “Smart City”. Puede concebirse como un espacio en donde los servicios de comunicaciones, infraestructura y dotación urbana se integran para mejorar la calidad de vida de las personas que allí conviven.
Lo abstracto de esta definición se transforma en una multiplicidad de oportunidades que su implementación conlleva: Transporte urbano automatizado y monitoreado por complejos sistemas de telemetría, acueductos y alcantarillados mejorados, mayor eficiencia en la eliminación de basuras y procesos de reciclaje, iluminación computarizada de las zonas públicas, integración con edificios inteligentes para la disposición de zonas de estacionamiento, reducción de la congestión vehicular, servicios de salud coordinados en tiempo real con los servicios de ambulancias, servicios a los ciudadanos integrados en el mobiliario urbano… y la lista sigue.
El común denominador en la nueva acepción de ciudad se encuentra determinado por el uso de las Tecnologías de la Información y las Comunicaciones. La Comisión Europea define estas ciudades como “un lugar donde las redes y servicios tradicionales se vuelven más eficientes con el uso de soluciones digitales en beneficio de sus habitantes y empresas”. Pero transitar de las ciudades del siglo XX a las que demandará el siglo XXI requiere un largo proceso de adaptación que debe examinarse desde dos enfoques.
En primer lugar, la cultura organizacional de la administración pública para adecuarse a este nuevo esquema. Resulta imperioso dejar atrás anacrónicos procesos de gestión basados en el papel, la presencialidad, los sellos, la burocracia o el simple deseo de entorpecer los procesos. La cultura de las autenticaciones y las filas hacen mella en la eficiencia de la gestión pública y lesiona la calidad de vida de los ciudadanos. El cambio en este contexto debe ser no solo normativo sino conductual. Se deben incentivar las capacitaciones constantes a los funcionarios públicos, ciudadanos y población en general, cambiar su paradigma y adoptar políticas que les permita mirar de frente las transformaciones que vienen sucediendo sin dar un paso atrás.
En segundo lugar y no menos importante, se encuentra el uso de la infraestructura. Nuestras urbes fueron planeadas con mapas de hace cien años, en las cuales apenas se logró contemplar una rudimentaria ingeniería para los sistemas de alumbrado público, telefonía y transporte. El cambio de esquema para transformar las ciudades inteligentes requiere de nuestras autoridades locales y nacionales una decidida voluntad política para fortalecer el despliegue de redes 5G, necesarias para la unificación de estos servicios a través del Internet de las Cosas (Internet of Things). En efecto, dado que la integración de servicios digitales para la automatización de servicios urbanos requiere un alto volumen de datos, incapaz de ser trasportado por las existentes redes 4G, es necesario planificar un decidido programa de adecuación tecnológica que permita a los operadores privados y públicos el rápido despliegue de redes necesarias para amalgamar las diferentes ventajas de las Smart Cities. En la actualidad, la expansión de redes de fibra óptica y 5G se realiza sobre los postes de alumbrado público existentes. Sin embargo, la resolución CRC 5050, que data del año 2016, fija un engorroso procedimiento para que un operador privado pueda acceder a esta infraestructura de las empresas de energía, limitando con ello la iniciativa privada, los tiempos de ejecución y, sobre todo, encareciendo los costos que después deberán asumir los usuarios a través del pago de los servicios de conectividad.
Las ciudades de hoy requieren de procedimientos ágiles para que su desarrollo se armonice con los grandes avances tecnológicos. Lograrlo implica un esfuerzo en conjunto que deberá incluir una enorme dosis de visión y de asimilación las nuevas realidades, que van mas allá de lo que hoy siquiera podemos imaginar. Las ciudades inteligentes que dejaremos a nuestros hijos son nuestra responsabilidad hoy, y por ello el llamado a la urgente adaptación no solo es pertinente, sino necesario.
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