José Jaramillo


La paz personal es una cascada al revés: de abajo para arriba. La serenidad se transmite del individuo a la pareja, de esta a la familia, de ahí al entorno social, después a la comunidad y finalmente a una región determinada, o al país. Difícil, sin embargo, sustraerse a la realidad, a la contundencia de los hechos, para conquistar una placidez que no es otra cosa que la calma chicha, que no produce sino la expectativa de que en cualquier momento tornarán los vientos para que reanuden la marcha las naves detenidas, para lo cual hay que prepararse. La “calma chicha” ahora no es más que una metáfora, porque la navegación dejó de depender del viento desde hace varios siglos. Aterrizando en la realidad, las cosas que suceden, y que los medios o redes de comunicación divulgan profusamente, cada vez más intensas y poco tranquilizadoras, invaden todos los espacios donde pretenden refugiarse, por ejemplo, las personas mayores, que creen haber conquistado en la cumbre de los años la placidez como un derecho adquirido. “Bájese de esa nube, viejito”, le dirán a quien piense de esa manera. La paz, la mayor aspiración y el más preciado derecho, reclamada por las comunidades desde tiempos inmemoriales, no es más que un sueño con el que juegan los líderes de todas las ideas políticas y todas las creencias religiosas, en pos de sus aspiraciones personales de poder y riqueza, de espaldas a los derechos de los pueblos que representan. Esa realidad hizo exclamar, hace más de cien años, a Vargas Vila en el entierro de su correligionario Diógenes Arrieta: “Ya ni en la paz de los sepulcros creo”.
El “capitalismo salvaje”, como acertadamente lo bautizó el papa Juan Pablo II (1920-2005), enceguecido con los resultados financieros de sus negocios, y los grandes empresarios con los ojos puestos en el ranquin de los más ricos, hacen caso omiso del deterioro evidente del medio ambiente, de la miseria de miles de millones de congéneres y del deterioro económico creciente de países a los que les roban (literalmente) sus recursos naturales y les imponen tratados comerciales leoninos, respaldados por gobiernos, débiles unos y corruptos otros, a los que los capitalistas, legales y mafiosos, manipulan como jugando Monopolio.
De ese ambiente perturbador, convertido en evidente modo de vida por la imperiosa realidad, tratan de sustraerse los mayores para conquistar una tranquilidad a la que tienen derecho, así exploten bombas, se produzcan masacres, caigan los árboles, se extingan los animales y se envenene el aire en el entorno de sus sillas mecedoras. “Si me quieren dar gusto, hagan lo que les dé la gana”, repiten los viejos con el filósofo cínico, entregados a la resignación.
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