José Jaramillo


Como por ensalmo, ha aparecido una nueva variante de la política colombiana, para que se desprestigie aún más: la adhesión de movimientos religiosos a algunos candidatos a cargos de elección popular, negociando los “dueños” de las feligresías sus activos electorales, que suelen ser sumisos a las directrices de los “pastores de almas”, que son también de mentes; por cierto poco lúcidas, porque tales rediles suelen reclutarse en los sectores sociales más pobres e ignorantes.
Hay cosas que no deben mezclarse: alcohol y gasolina, pólvora y fuego, y religión y política. Esta última fórmula causó suficientes daños a la nación colombiana durante el siglo XIX y buena parte del XX, cuando los dirigentes del partido conservador se aliaron con las jerarquías de la iglesia católica, creando un ambiente de fanatismo irracional. El anticlericalismo de los liberales radicales hizo daños incalculables en asuntos tan sensibles como la educación, de la que comunidades religiosas eran tan expertas como eficientes.
Víctima del desacuerdo también fue la armonía social, al punto de dividir las familias, cuando dos jóvenes enamorados, de distinto origen partidista, deseaban unir sus vidas. Y la paz, porque a los curas sectarios se les olvidaba el objetivo cristiano de “amaos los unos a los otros”, y se unían a la lucha armada, bajo el manto protector de la Virgen Santísima. Y los otros: masones, ateos y radicales, cortaban cabezas inspirados en la época del terror, consecuencia de la Revolución Francesa.
Un prominente hombre público colombiano, muy godo, fanático católico, mal poeta, buen latinista y rolo irreductible, quien tenía con el baño las mismas distancias que con los liberales, cerebro de la hegemonía conservadora (1885-1930), redactor de la Constitución de 1886, comenzó el texto diciendo que la religión católica era la de la nación, lo que constituía una teocracia absurda. Por fortuna, una reforma constitucional posterior proclamó la libertad de cultos y la separación de poderes entre la Iglesia y el Estado, que algunos dirigentes sectarios, de lado y lado, no han asimilado del todo, pero funciona bien.
Algo que debe corregirse en la libertad de cultos es la exoneración de pago de impuestos a cualquier organización religiosa, porque por ese portillo se metieron los vivos, que, manipulando el nombre de Dios, recaudan cuantiosas limosnas, más los bienes que les hacen donar a los fieles más dóciles (o más pendejos), para enriquecerse. Y “como no hay situación, por mala que sea, que no sea susceptible de empeorar”, ahora los “prelados” o “pastores” de esas sectas hacen política, aliados con políticos cuyos escrúpulos y principios morales desaparecen, cuando de alcanzar el poder se trata. El panorama político colombiano hace evocar al poeta cartagenero Luis Carlos “El Tuerto” López, cuando dijo a propósito de su ciudad natal: “(…) Más hoy, llena de rancio desaliño, / bien puedes inspirar ese cariño / que uno les tiene a sus zapatos viejos”.
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