José Jaramillo


Una inscripción destacada sobre la fachada de un edificio en Medellín dice: “La ciencia sin religión es coja; y la religión sin ciencia es ciega”. Líderes, profetas o apóstoles de creencias espirituales descalifican cualquier idea que las cuestione o desconozca; e, igualmente, la soberbia de científicos e intelectuales, desde las cumbres de su sabiduría, los materializa y niegan cualquier idea de un ser creador. El tema es campo minado para el vulgo, en cuyas huestes militamos las mayorías, por lo que se termina por creer a ciegas, o ser agnóstico o ateo sin fundamento; y, también, por aceptar boquiabiertos los descubrimientos, teorías y directrices de la ciencia, sin entender nada.
Ante esa confrontación entre ciencia y religión, resulta pertinente el enunciado propuesto en la frase citada arriba, no tanto por definir quién tiene la razón, sino por admitir las diferencias con espíritu tolerante, en beneficio de la convivencia humana. En efecto, la ciencia debe aceptar la causalidad (“No hay causa sin efecto ni efecto sin causa”), que supone un ser supremo, “principio y fin de todas las cosas”, no importa cómo se llame, según diversas culturas. Einstein lo dijo: “Si no existe un dios, hay que crearlo.” Y Cicerón, politeísta, como correspondía a las culturas grecorromanas, confundido, sin saber de cuál de los dioses que conocía pegarse cuando iba a ser decapitado, exclamó: “Causa de las causas, compadécete de mí.” Los dos casos mencionados demuestran que la emoción interior y la sinrazón de muchas cosas solo pueden explicarse con la idea de un ser superior, indefinible pero evidente. Kant así lo sostuvo. Y Nietzsche resolvió el dilema aseverando que cada quien era su propio dios, lo que creen algunos políticos, cuando tratan de eternizarse en el poder, por sí o por interpuesta persona.
La religión (en nuestro caso la católica, para no enredar la piola), por su lado, debe aceptar que la evolución científica y los descubrimientos cosmológicos pueden desvirtuar muchas de las aseveraciones de los libros sagrados y hacer quedar mal a los curas que pretenden meterles en la cabeza a los feligreses absurdos evidentes bajo el ropaje de dogmas de fe. Las de la ciencia son realidades palpables, imposibles de desconocer. Copérnico y Galileo se escaparon de que la justicia inquisidora hiciera un churrasco con ellos en los asaderos de Torquemada y asociados, por asegurar que la tierra giraba alrededor del sol. Apenas recientemente, la Santa Sede reconoció el error y les pidió disculpas a los sabios. Ya para qué. Entonces, la ciencia debe aceptar la espiritualidad para no cojear y la religión no puede ser ciega ante los axiomas de la ciencia.
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