Las comunidades, para resolver problemas que les son comunes, adoptan soluciones simplistas, en apariencia bien diseñadas, producto de hondas cogitaciones de expertos en las respectivas materias en cuestión. Pero en la práctica no operan. Tal pasó, en buena parte, con la Ley 80 (de contratación), que pretende que el Estado seleccione a los más idóneos para desempeñar cargos públicos y tareas específicas a contrato; o para realizar trabajos que requieren capacidad operativa, experticia, recursos técnicos y “músculo financiero” (una figura casi dramática por lo expresiva). La mencionada Ley propende porque los cargos públicos los desempeñen los “más honestos y más capaces” (como ofreció que iban a ser sus subalternos un recién elegido mandatario) y que los recursos de inversión pública tengan buen destino, para garantizar su eficiencia. Se busca también con las condiciones exigidas por la citada Ley 80 que los funcionarios públicos sean académicamente solventes y personalmente idóneos, moral y socialmente (vale decir, sabios y angelicales). Igualmente, buscó el legislador que, mediante parámetros exigentes, las obras públicas, adquisiciones y asesorías especializadas tuvieran la planeación, los diseños y la financiación necesarios para que cumplieran sus objetivos, dentro de los términos técnicos estipulados, en el tiempo previsto, con las garantías necesarias y con los costos presupuestados. Buen intento, pero la realidad en muchos casos ha sido otra. Aspirantes a cargos públicos presentan títulos falsos, o expedidos por universidades de garaje; especializaciones en el exterior, que no pasan de ser cursos de tres o cuatro meses y acreditan la experiencia con mentiras. Y, como mucho caché, hablan inglés. (En Estados Unidos, un muchachito así de grande habla inglés, decía don Matías Gómez, un buen señor de Armenia, cuando regresó de visitar el país del norte.) De ahí la deficiente operatividad de los despachos públicos, cuando el enganche de funcionarios cojea. En cuanto a la contratación para obras, suministros y asesorías, las obligadas licitaciones son manipuladas, un mismo proponente presenta varias ofertas, con titulares distintos, algo así como “tres personas distintas y un solo Dios verdadero”. Y con un raro don de ubicuidad, los expertos en ganar contratos oficiales licitan al tiempo en varias partes. De ahí, lo que se ha convertido en una constante: sobrecostos, garantías insuficientes, o falsas; incumplimiento de los plazos, mala calidad de las obras y otros defectos a los que puede aplicarse que lo que mal comienza mal termina. Ambos casos, los funcionarios oficiales incapaces y los malos contratistas, tienen, sin embargo, algo en común: los padrinos, con quienes tienen que compartir beneficios económicos. En esa maraña están enredados obras de infraestructura, la implementación de sistemas de comunicación, especialmente orientados a la educación en regiones apartadas; el suministro de alimentación y transporte a niños y jóvenes educandos, etcétera, a lo largo y ancho de la nación colombiana. Esos adefesios son denunciados por contralorías, personerías y defensorías, por la prensa y por las comunidades, para que todo se sepa pero no pase nada.
Coletilla. Los defensores de los derechos de la mujer piensan alcanzar sus objetivos volviendo trizas la sintaxis del idioma español. Recurso ingenuo, como la Ley 80.
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