José Jaramillo


Las conductas sociales son tan diversas como sorprendentes. De la gente educada y de buena posición económica, además de religiosa y formada en principios y valores morales, se espera solidaridad con los congéneres más débiles y una actitud respetuosa del orden establecido dentro de la normativa democrática, en el caso de un país como Colombia. Y de los más desfavorecidos económica y laboralmente y con menores opciones para acceder a una educación de calidad apenas puede esperarse que sean buenas personas. Pero cuando hay plata o poder de por medio las expectativas se desdibujan. Desde la barrera, el espectador desprevenido capta una realidad contradictoria: de la alta clase, llamada a comportarse ejemplarmente, salen criminales, teóricos o prácticos, que juegan a la “acción intrépida” o la estimulan, como hacen los niños ricos con los soldaditos de plomo o con los juegos virtuales, en los que es una diversión matar. O evidentemente lo hacen, siempre contra personas humildes a quienes menosprecian. Y de los humildes, salidos de comunidades que están muy lejos de la mano de Dios y del Estado, surgen con frecuencia valores humanos excepcionales, que alimentan la esperanza de que todo no está perdido.
El proceso de paz que el actual gobierno colombiano ha adelantado contra viento y marea y con admirable tozudez ha sido la oportunidad de verificar lo dicho. E, inexplicablemente, cuando todas las religiones a las que pertenecen los enemigos del proceso que busca acabar con una guerra absurda que ha dejado centenares de miles de muertos, huérfanos y viudas y campos desolados, acaparados por la codicia de los latifundistas, proclaman la paz como uno de los valores supremos de la sociedad, en la práctica, esos “piadosos”, de misa y comunión semanales, prefieren la guerra, porque para ellos es más importante que el plan fracase para hacerle daño al presidente Santos, y con esa bandera acceder al poder en 2018, ajenos al interés superior de las mayorías. En cambio, las gentes humildes, que han soportado durante décadas el rigor de la guerra y tienen en sus cuerpos y en sus almas las cicatrices del conflicto y han podido regresar a sus parcelas plenos de esperanzas; y también los combatientes, guerrilleros y soldados, que acarician la posibilidad de una vida normal al lado de sus seres queridos, ajenos a nombres propios y sin aspiraciones políticas, al contrario de los “combatientes” de club social, a quienes les gusta derramar sangre, pero ajena, mecen sus sueños en los corredores de las casitas que ahora pueden reconstruir con sus propias manos, con una sola condición: que nadie los joda.
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