“Que todo cambie para que siga igual”, dicen los filósofos, ante la evidencia de los hechos históricos. Cada nuevo gobierno, en un país de vocación democrática como Colombia, genera expectativas, alimenta pronósticos y estimula opiniones de “especialistas en asuntos generales”, que disfrutan de los beneficios de las redes informáticas, para que las comunicaciones, literalmente, vuelen. Y para que quienes las usan se insuflen de orgullo, al ver sus nombres e imágenes publicadas. La mayoría de los receptores de noticias, propuestas y comentarios, en cambio, quedan en las mismas, o más despistados. El meollo del asunto es que la gente, motivada por la avalancha de mensajes que la atosigan, quiere saber más sobre lo que debería ignorar, al menos para proteger su salud mental y su tranquilidad. Nadie se preocupa o se angustia por lo que no conoce, distinto a conocerlo y no entenderlo, lo que crea hondos vacíos en intelectos de luces elementales.
Los pueblos tienen una característica propia que es la idiosincrasia, y esta evoluciona de acuerdo con las circunstancias, pero tiene elementos inmutables, igual que las personas tienen huellas dactilares inconfundibles con los demás sujetos de la especie humana. Al menos eso es lo que dicen los expertos y les sirve a las entidades públicas y privadas para distinguir a sus usuarios o afiliados, evitando confusiones. La idiosincrasia se asimila a la cultura (música, bailes, artesanías, etcétera); a las costumbres sociales (religión, formas de gobierno, ritos y celebraciones); a las formas de expresión (idiomas, dialectos…), que en regiones específicas son distintas a otras, según la ubicación de los territorios, los climas, la morfología geográfica y la influencia de pueblos afines. O por la imposición de invasores y conquistadores, de cuya permanencia en el tiempo depende la asimilación de factores socioculturales que se amalgaman, como sucedió con la influencia grecorromana y musulmana en Europa durante la Edad Media, por ejemplo.
La advertencia anterior, tal vez más profunda de lo requerido para explicar el caso colombiano, sirve para entender por qué los “cambios” que proponen los políticos en campaña, y se obligan a implantar cuando accedan al poder, se dan en algunos aspectos de forma superficial, sin la intensidad que anhelan los líderes, en las nebulosas de sus sueños de gloria y trascendencia histórica. Además, hay factores determinantes, especialmente en asuntos monetarios, financieros, de producción agrícola e industrial y de comercio exterior, entre otros, que no son susceptibles de cambios a conveniencia de un gobernante, o de un país determinado, por muchos argumentos que se tengan, porque los limitan la dinámica que los afecta, por acuerdos internacionales y razones políticas. De dientes para adentro, los políticos saben que esas limitantes no se las pueden saltar. Pero la impaciencia de una comunidad saturada de opiniones diversas, a veces contradictorias, atizadas por los medios de comunicación, impiden aceptar que el cambio no se da por arte de magia. Ignorando, inclusive, su propia idiosincrasia.
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