José Jaramillo


La Constitución Nacional y la libertad de prensa han sido utilizadas por los déspotas para sacar del camino a quienes obstaculicen su poder. Los gobernantes autoritarios, cuando encuentran estorbos, se brincan el orden democrático echando mano de facultades extraordinarias, como sucedió con el artículo 121 de la Constitución del 86, o Estado de Sitio, que se aplicó en Colombia entre 1946 y 1958, para mantener a raya el Congreso Nacional, vocero de la oposición y del gobierno de turno, y a la justicia, cuya majestad era pisoteada por la prepotencia del poder; y amordazar a la prensa hablada y escrita, expresión inteligente e inerme de la inconformidad.
El pretexto de los mandatarios para silenciar a la oposición, someter a los jueces y callar a la prensa libre era sofocar la confrontación partidista, generadora de violencia. Esa Carta Magna (la del 86) estuvo vigente por más de un siglo, aunque fue objeto de numerosas reformas, especialmente las de los gobiernos de la República Liberal (1930-1946), para introducirle elementos de avanzada social, laboral y familiar, y reformar el concordato entre el Estado y la Santa Sede, que le implicaba a la Iglesia Católica cogobernar rodeada de privilegios.
La Constitución del 91, que reemplazó a la de Caro y Núñez, ha sido objeto de numerosos retoques, el más relevante la “reforma del articulito”, promovida por un “cacao” de ideología gaseosa, que permitió la reelección de Álvaro Uribe Vélez (2002-2010).
La libertad de prensa ha padecido en Colombia la persecución de gobernantes a los que la crítica les produce escozor, y de poderosos grupos empresariales, cuyos dueños tienen afectos políticos. El arma que utilizan ambos para acallar las críticas es asfixiar a los medios que les estorban quitándoles la publicidad. O comprarlos aprovechando coyunturas críticas, para controlar sus contenidos editoriales y la información.
Figuradamente se dice, cuando alguien amenaza, que “mostró los dientes”, refiriéndose a los caninos cuyos colmillos son una advertencia seria. En el reciente caso de la revista Semana, dos de sus columnistas más reconocidos fueron borrados de la nómina, el uno de forma descortés y grosera, y el otro por propia iniciativa en solidaridad con el anterior. Entonces mostró los dientes el benjamín de una poderosa empresa familiar, financiera e industrial, de origen lituano, cuyos patricios llegaron a Colombia huyendo del comunismo brutal que se apoderó de su país, y partiendo de cero, por méritos de su talento y laboriosidad, crearon un imperio económico. El benjamín de marras, como un juguete caro, adquirió una publicación de estirpe liberal y democrática, para ponerla al servicio del despotismo derechista.
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