José Jaramillo


Las historias de reyes, príncipes y princesas han hecho suspirar a generaciones sucesivas durante milenios. Tales relatos, entre melosos y cursis, atraen a las élites de dedo parado y a los más humildes, por igual. La realeza ha sido el tema preferido de la literatura y el cine rosa, en los que valientes caballeros, además muy gallardos, liberan a princesas confinadas en una celda, casi siempre ubicada en la torre de un castillo, porque un tío, hermano del rey fallecido, padre de la princesa, quiere quedarse con el poder, que por derecho propio le corresponde a la muchacha.
El único contacto de la prisionera es una vieja de la servidumbre palaciega, que le lleva los alimentos. La relación de las dos termina por enternecer a la fiel servidora de la realeza, quien, cuando aparece el príncipe azul (en las novelas todos son del mismo color), termina por convertirse en su cómplice lanzándole la soga para que pueda escalar los muros del castillo, llegar hasta la torre, rescatar a la princesa y restituirle sus derechos monárquicos. El héroe, por su hazaña, es recompensado con la mano de la nueva reina. “Vivieron felices y comieron perdices” suele ser el final de las novelas rosas, cuya lectura se hace difícil por las lágrimas que empañan la vista.
Poco a poco, las monarquías europeas han desaparecido o se han desvalorizado. Sobreviven unas pocas, ninguna absoluta, llamadas constitucionales. Pero el talante y la arrogancia de las realezas han disminuido, en la medida que las nuevas generaciones de nobles se han dejado manosear de los medios publicitarios, mezclaron la sangre azul con otras plebeyas o se empobrecieron algunos, al punto de tener que trabajar, o casarse con millonarios, para intercambiar títulos nobiliarios por soluciones económicas. En otros continentes distintos a Europa, existen monarquías sostenidas en rancias tradiciones, como Japón; o absolutas, de ricos petroleros o de poderosos chafarotes, sin tradiciones, protocolos ni modales finos, y con pieles de variados colores.
Desde cuando se institucionalizó la democracia en casi todo el mundo, aunque de muy relativa aplicación práctica por el caudillismo sectario y la codicia de los líderes, proclamó la demagogia la igualdad de los hombres, los escándalos de las redes informáticas se impusieron y las intimidades (o trapos sucios) de las monarquías dejaron de lavarse en casa y se ventilan en cualquier parte. Por respeto a lo que queda de verdadera nobleza, se debe ser solidario con la reina Isabel II, del Reino Unido, y con su esposo, el príncipe Felipe de Edimburgo, ambos en las goteras del centenario; y con los monarcas de España (¡ay!), Suecia y Dinamarca, mientras sus titulares fenecen y puede decirse con el poeta “… siquiera se murieron los abuelos”; y agregar: sin ver empantanarse sus blasones.
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