José Jaramillo


La rebeldía es uno de los elementos de la personalidad humana que mejor la identifican, y la diferencian de las otras especies de seres vivos. Se presenta en forma de pataletas y berrinches en los niños; cambios en la conducta cuando los muchachos se asoman a la adolescencia; independencia en la primera juventud, para definir rumbos en la vida; identidad ideológica al ingresar hombres y mujeres al mundo profesional y laboral… Hasta ahí. Lo que sigue es hacer parte de grupos sociales, en los que las personas mayores, definidas y formadas, física e intelectualmente, pueden ser líderes, técnicos, administrativos, comerciales, científicos, religiosos, políticos… o, simplemente, integrar la tropa, el montón, para cumplir órdenes, sin mayor creatividad, por falta de educación, débil personalidad o dejadez, para que la corriente de la vida los empuje sin hacerle resistencia.
De tarde en tarde aparecen en las sociedades brotes de rebeldía, especialmente relacionados con la conducción de las naciones, cuando se organizan grupos para canalizar inconformidades, liderados por dirigentes con ambiciones de poder o sincera vocación de servicio. Estos últimos son rara avis, porque, como decía Churchill, “la gente no quiere ser útil, sino importante”. A lo largo de la historia se han presentado rebeliones que han marcado épocas y señalado rumbos institucionales, como la revolución francesa, la independencia americana y la revolución bolchevique, para mencionar las más relevantes y de mayor trascendencia, que partieron la historia de la humanidad y señalaron identidades políticas que permanecen, con los retoques propios de las condiciones de cambio que señala el desarrollo humano, en todos los aspectos científicos, filosóficos, tecnológicos y económicos, de un mundo en constante movimiento. “Todo cambia, todo se transforma”, advirtió Heráclito en la época gloriosa del pensamiento humano, que se desarrolló en Grecia en el milenio anterior a la era cristiana.
Las comunidades, desde los grupos aborígenes hasta las naciones modernas, siempre se han organizado bajo normas que garantizan el bienestar de todos los integrantes. La infracción de tales normas se sanciona de diferentes formas, algunas verdaderamente crueles y otras blandas y permisivas, en la medida que la civilización avanza hacia procedimientos respetuosos de la dignidad humana. Sin embargo, a las leyes que regulan el ordenamiento social les salen argumentos para incumplirlas, más astutos que éticos, como el “libre desarrollo de la personalidad” o los “impedimentos de consciencia”, que con motivo de la vacunación contra el covid 19, de beneficio colectivo; la aplicación de la eutanasia, cuando el paciente, consciente y libremente quiere morir para dejar de sufrir; o la práctica del aborto en condiciones médicas e higiénicas idóneas, son invocados irresponsablemente para obrar en contrario. Los argumentos “éticos (profesionales) y morales y religiosos (fanatismo)”, son inadmisibles cuando contradicen la ley, afectando derechos colectivos. “Mis derechos terminan donde comienzan los derechos de los demás”, sentenció el estadista indígena mexicano don Benito Juárez.
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