José Jaramillo


Diferentes son las formas de leer. Algunos lectores de oficio practican la lectura rápida, porque lo suyo es la mayor cobertura posible de los libros que lanzan las editoriales, para analizarlos y comentarlos con intención crítica y objetivos específicos, a veces con más visión comercial que literaria. Otros, que poseen lo que se identifica como “memoria fotográfica”, tienen la dudosa virtud de retener párrafos y capítulos enteros de lo que leen, con solo repasar los textos, que después recitan mecánicamente, como loras, más para descrestar contertulios que con intención de difundir cultura. Y existe un grupo más, que busca desentrañar de sus lecturas ideas, pensamientos, enseñanzas, chispazos de inteligencia y episodios simpáticos, graciosos, si se quiere, que provoquen, los unos interés y sabiduría y en los otros sonrisas, durante el ejercicio solitario de “conversar” con los libros.
Entre líneas, cualquier poema, ensayo, novela, crónica o cuento, que pase por la mirada escrutadora e interesada de un lector, tiene expresiones breves que condensan ideas que trascienden, así el conjunto no sea magistral. “Un libro, por malo que sea, cualquier cosa enseña”, dice la expresión con la que se justifican muchos “ladrillos”. En síntesis, puede decirse que, más que cosas puntuales, anecdóticas, el mérito de los libros radica en las enseñanzas que trasmiten y en el entretenimiento que les dan a los lectores, porque esto último es terapia muy eficiente para la mente y el cuerpo.
Irene Vallejo, en su libro El infinito en un junco (Random House, Colombia, 2021), que ha resultado ser una revelación de impacto multinacional, introduce asuntos personales que trascienden la esencia del tema histórico-literario propuesto, pero matizan la narración y aportan a la exaltación de asuntos sublimes, como el amor. Cuenta Irene que “…Cuando apenas se conocían, mi padre le regaló a mi madre un ejemplar de Trilce, los poemas de juventud de César Vallejo. Tal vez nada de lo que sucedió después hubiera sido posible sin la emoción que esos versos despertaron. (…) No tengo parentesco con el prodigioso César Vallejo, pero lo he injertado en mi árbol genealógico. Igual que mis remotos bisabuelos, el poeta fue necesario para que yo existiera”.
Más adelante, y con alguna suspicacia política, dice Irene que sus padres, sin duda militantes de la ideología liberal, acordaron no tener hijos mientras viviera el generalísimo Franco, dictador ultraderechista durante 39 años, que mantuvo a España con mano fuerte, costumbres puritanas y fanatismo católico, inmersa en un atraso social, en todos los aspectos, frente al resto de Europa y del mundo desarrollado. La consigna la cumplieron los Vallejo. Franco murió en 1975 e Irene nació en 1979, cuando ya el rey Juan Carlos I había desmontado todas las restricciones impuestas por su mentor y se había producido el “destape”, para solaz, especialmente, de los jóvenes españoles y de los viejos liberales, que al fin pudieron, los primeros, expresarse libremente en el vestuario, la música y las relaciones sociales, y los otros, los viejos, proclamar sus ideas políticas, sin el peligro de ser puestos presos o fusilados.
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