José Jaramillo


La habilidad que tiene el hombre para orientar los actos, individuales o colectivos, de modo que favorezcan sus intereses, le permite ser un ganador en todos los estadios en los que se desempeñe, sean el poder político, los negocios, el deporte o la diplomacia, entre los más relevantes. Para lograrlo, se necesitan inteligencia, formación, disciplina, investigación y experticia; condiciones que se adquieren en un tiempo razonable, porque ahí no funcionan varitas mágicas ni chasqueo de dedos. Otra cosa es la astucia, que salta por encima de los procesos, les hace el quite a las normas, elimina obstáculos y puede llegar hasta la “acción intrépida”, como llamaba eufemísticamente un dirigente de épocas para olvidar al hecho de sacar del medio a los opositores. Lo que después se llamó gráficamente “ensillarle la moto”, que es contratar un sicario.
El ideal en un sistema democrático es debatir los temas que constituirán las leyes con argumentos, para lo cual son herramientas ideales el conocimiento, la argumentación ordenada y la elocuencia. Eso es lo que hace el parlamentario inteligente. Pero no pocas veces se impone la astucia, cuando se manipulan los procedimientos, se alteran los cronogramas o se disuelven los quórums. Lo que los políticos de mala fe celebran como triunfos que favorecen sus objetivos inconfesables, sin importarles los supremos intereses de la comunidad. Ese fenómeno tiene que ver con los liderazgos perversos y los caudillismos apoyados en adhesiones ciegas, o adquiridas en los bazares de la corrupción y la falta de conciencia y de valores.
Esa parece ser la moda, que ha trascendido las naciones, para convertir la democracia en un garito donde se juega el destino de los pueblos con dados cargados o máquinas amañadas. Pero lo peor es que los resultados que consiguen los astutos se celebran con alborozo y los inteligentes pasan por tontos, simplemente porque obran dentro de los límites de la ética. Esa condición los condena a ser perdedores inveterados en las contiendas electorales, porque carecen de la capacidad de hacer trampas; y tampoco tienen recursos para comprar adeptos, ni ese es su estilo.
Así las cosas, las democracias van “cuesta bajo en su rodada”, afirmación que se confirma con resultados electorales absurdos, inclusiva en países que eran ejemplares por su madurez política, pero cuyos líderes se desviaron por los tortuosos caminos del facilismo, ese que quiere llegar sin hacer los recorridos, con las botas de siete leguas de Pulgarcito; o subir las escaleras del poder saltando de a cuatro los peldaños.
“Pasajeros de la revolución favor subir a bordo”, fue la consigna de López Michelsen, para invitar a sus seguidores a hacer un gobierno popular sin populismo. Pero la nueva proclama de los aspirantes a gobernar las naciones, inspirada en la astucia más que en la inteligencia, clama por todos los medios: “pícaros y tramoyeros, ¡a la carga!”.
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