José Jaramillo


Los sueños de quienes aspiran a conducir a los pueblos, por vocación política innata, difieren según los grados de instinto natural y formación cultural que tengan. Estos aspectos, sin embargo, evolucionan, se transforman, cuando los sujetos llegan al poder. De luchar por el bienestar del pueblo que representan y garantizarle un futuro promisorio, comienzan a mirar otros objetivos, como la riqueza para sí y los suyos, buena parte de ella invertida en paraísos fiscales, o en lugares seguros, “por si acaso”; además de ejercer influencia a perpetuidad en los destinos del país, objeto de sus querencias. Los fieles seguidores de tales líderes se aferran a ellos, así cambien sus procedimientos y evolucionen hacia el despotismo y la satrapía, al exceso de poder, que corrompe y engolosina. Los incondicionales, por tener vocación de borregos o por necesidad, ejercen la lealtad porque les garantiza supervivencia cómoda y suficiente. Algo parecido a la fidelidad de perros y gatos domésticos. Lo anterior explica el talante imperial que asumen quienes han sido bendecidos con el éxito electoral, cuyos votos consideran suyos, patrimonio personal, y sus más cercanos en el círculo del poder se inclinan reverentes ante todo lo que dice y hace el “supremo”; y menean la cola, ladran o ronronean cuando éste entona sus arengas políticas; u otros lo mencionan en sus discursos, de forma laudatoria. Este estilo, que de liderazgo evoluciona hacia el caudillismo, ha causado una degradación de la democracia, recurrente en el mundo y ostensible en Colombia. De las ideas no queda nada; ni siquiera la tifo-idea, porque la penicilina la erradicó. Y los sueños de grandeza de los dirigentes se desvelaron en la mediocridad, cuando para ejercer el liderazgo bastan la astucia, el tráfico de dádivas y conquistar el apoyo de los dueños del “billete”. “El que tiene el oro, hace las leyes”, advirtió Maquiavelo hace ocho siglos. ¡Qué visión!
No obstante las reflexiones anteriores, un poco fatalistas, porque la realidad no da para más, quienes tengan influencia en la comunidad y conserven valores como el patriotismo, la ética, la sensibilidad social y la independencia ideológica, sean sacerdotes católicos, y otros pastores de almas de cualquier credo; maestros, empresarios, académicos, intelectuales, periodistas, líderes sociales y gremiales y padres de familia, deben perseverar en el objetivo de inculcar en los jóvenes bajo su influencia ambiciones y objetivos orientados hacia el bien común, bajo la premisa de que la prosperidad se alcanza con el esfuerzo continuado y colectivo. Levantar monumentos para la egolatría y la megalomanía es cavar tumbas colectivas. Megalomanía se descompone en mega, grande, y manía, locura. Es una enfermedad psicopatológica que causa fantasías delirantes de poder, relevancia, omnipotencia e insuflada autoestima. De ese mal sufren los caudillos.
Con una buena educación de la comunidad, especialmente los jóvenes, y la reflexión constante acerca de qué debe hacerse para alcanzar el bien común y el equilibrio social, puede lograrse el “desinfle” del caudillismo depredador; de izquierda y de derecha.
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