José Jaramillo


El caudillismo es un modelo político que ejerce el poder basado en la imagen de un dirigente despótico, cuyos seguidores más cercanos caen en el servilismo y buscan lucrarse de esa condición para sacar provecho personal, al costo de vivir en estado permanente de genuflexión. Los caudillos se apoyan en el gran capital, al que protegen y estimulan, y en el militarismo, por lo que suelen ser represivos contra cualquier forma de oposición.
Igualmente, para ponerles a sus gobiernos fachada democrática, mantienen organismos legislativos y aparatos judiciales sumisos a sus determinaciones, especialmente para sacar del camino a quienes no les convienen. Hay dos ejemplos emblemáticos de este modelo, aunque la lista de caudillos despóticos es larga: Francisco Franco Bahamonde, el generalísimo español, aliado incondicional de la Iglesia Católica, para darle un tinte moral y evangélico a sus desmanes dictatoriales; y Juan Vicente Gómez, brutal dictador de Venezuela por 25 años, un terrateniente ganadero que llegó coyunturalmente al poder y se amañó.
El populismo, por su parte, surge de políticos emergentes, carismáticos y demagógicos, que aprovechan las necesidades primarias de los pueblos para prometer “ríos de leche y miel”, ganar elecciones democráticas con montoneras insatisfechas, y, una vez en el poder, saquear las arcas oficiales para repartir dádivas y arruinar la economía formal con nacionalizaciones arbitrarias, supuestamente para favorecer al pueblo, cuando lo que hacen en realidad es frenar el desarrollo de las naciones. Así se mantienen los populistas en el poder, parapetados en tarimas de miseria.
Como alternativa de los estilos de gobierno anteriores, cuál de los dos más perverso, está uno inspirado en la tolerancia y el respeto a la opinión ajena; promotor del desarrollo económico equilibrado, como generador de empleo y bienestar social; protector de la moneda sana para evitar desajustes fiscales, facilitar la adquisición de bienes de capital y estimular el consumo; garante de la seguridad social, especialmente la educación de calidad y la salud de amplia cobertura; respetuoso de las diferencias humanas y del libre albedrío; y protector de la paz, no solo por ser mandato constitucional sino porque es el bien más preciado de una sociedad. Estos principios y valores resultan utópicos en una democracia descuadernada, atacada por vicios de toda clase y corrompida desde las entrañas mismas de los poderes públicos. Pero no debe dejarse de luchar por esos ideales. Y, ante la perspectiva en Colombia de un relevo presidencial en 2018, el candidato de perfil más ajustado es Humberto de la Calle, para que la nave del Estado no sucumba en tormentas de caudillismo o populismo.
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