José Jaramillo


Una de las necesidades apremiantes, para exaltar y fortalecer el espíritu colombiano, es crear situaciones que insuflen optimismo, especialmente en aquellas regiones que han sido golpeadas por la violencia. Esa violencia irracional que se gestó en los escenarios políticos más encumbrados e, increíblemente, desde los púlpitos. Los primeros, para pervertir la democracia y los otros, de espaldas al mensaje evangélico. Esa situación la desconocen quienes nacieron en cuna de oro y llegaron al poder a horcajadas de apellidos ilustres y patrocinados por cuantiosos patrimonios, que vienen desde ancestros que sirvieron a la colonia española y después se convirtieron en patriotas. Con esos títulos, y algunos otros conseguidos en universidades de postín, personajes que se creen “caídos del sobaco del padre eterno”, como solía decir mi maestro, don Simón Díaz, una vez apoltronados en el poder, asumen actitudes arrogantes, que hacen más daño que bien.
Algunos de esos personajes, como la señora cuyo bisabuelo fue candidato a la presidencia y escribió su programa de gobierno en un poema épico de 400 versos, que recitaba de memoria en mítines públicos, parece que actuaran en un sainete, que sería cómico si no fuera perjudicial. Y un tecnócrata santafereño, también “noble”, sin un mínimo de sentido común, propone empobrecer a la clase media, con lo que lograría allanarle el camino hacia el poder al populismo de izquierda, para que arrase con todo. Claro que cuando esto suceda, esos “perfumados” se irán a hacer oposición desde cualquier balneario de Florida, o de la Costa Azul, al sol que más caliente.
Quienes verdaderamente sirven a la patria son los deportistas de origen humilde, como Rigo, que trajo al país a luminarias mundiales del ciclismo, para mostrarles una realidad distinta a la que pintan los informativos amarillistas; hacerles gustar la gastronomía criolla; participar con ellos del cariño de la gente; enseñarles español cerrero, sin falsos pudores; y enviar al mundo un mensaje de optimismo. Y esa gestión maravillosa de Rigo no le costó un centavo al erario.
Otro ejemplo es Guido, el carismático gobernador del departamento de Caldas, que destina los fines de semana para visitar veredas de municipios que fueron asolados por grupos armados irregulares; y ahora, gracias al acuerdo de paz, respiran aires de esperanza. Con esas gentes sencillas, el mandatario comparte largas caminatas, protegido apenas por el sombrero aguadeño que le cubre la despoblada cabeza; las escucha, intercambia con ellas sus inquietudes, las aconseja, como maestro que es, para que se superen por sí mismas; y se despide con abrazos, sin hacer promesas demagógicas. Con el pie en el estribo, mientras escurre por su garganta un aguardiente de la tierra, exclama: ¡Salud… y hasta la próxima!
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