José Jaramillo


La oratoria política se usa para conquistar adeptos, especialmente en los procesos para escoger funcionarios de elección popular. Y, en el desempeño de sus funciones, es recurso de los elegidos para comunicarse con la gente. Esas locuciones, provenientes de lo más selecto de la comunidad (supuestamente), que representa al país y orienta sus destinos, deben ser ejemplares, porque hacen parte de la educación del pueblo y de su formación como conglomerado, para construir procesos de excelencia, que son parte del desarrollo integral de una nación que aspira a vivir con calidad. Los discursos de los oradores públicos, entonces, deben ser moderados, inclusive refinados y engalanados con expresiones sonoras, cultas…, y hasta musicales, cuando la entonación y el ritmo del discurso tienen cadencias de melodía, que brota de un violín encantado, puesto en las manos prodigiosas de un virtuoso.
El foro romano, el ágora ateniense, las plazas públicas y los parlamentos de las naciones donde la palabra es un recurso para seducir multitudes o auditorios, han sido testigos de la puesta en escena de piezas oratorias magistrales; y del talante, la elocuencia y la riqueza literaria de los actores. Muchos de esos discursos se conservan en archivos polvorientos de antiguas bibliotecas, en dispositivos virtuales y en la memoria de viejos que fueron inquietos intelectuales. Ahora, por estas calendas del siglo XXI, se ve con asombro que muchos de los que practican estilos oratorios de nuevo cuño son émulos de los pantalones rotos, el desgreño y el look de las cachuchas de trapo y los tatuajes, con argumentos directos, escuetos, sin retórica ni glamour, para seducir con expresiones que atraen a la guacherna, porque son la suyas. Esa es una forma de empatía entre candidatos a gobernantes y parlamentarios y las masas que los eligen. Tal connivencia puede identificarse como “nivelar por lo bajo”, para que las masas no traten de elevarse a niveles superiores de cultura ciudadana, sino que los dirigentes desciendan a los escenarios propios del lumpen proletario, como una forma de acercarse al pueblo, que es el que elige. Ahí puede aplicarse la sentencia maquiavélica de “el fin justifica los medios”, que tan buenos resultados prácticos les han dado a muchos dirigentes.
La ideología poco interesa. Menos la retórica, el histrionismo y la cultura histórico-literaria. La atención se concentra en que alguien supla necesidades elementales, garantice fuentes de ingresos para la subsistencia y procure la tranquilidad necesaria para vivir sin sobresaltos. Lo que hayan dicho estadistas, filósofos y pensadores huele a moho y no conmueve a los electores. En el sistema democrático, vigente aunque degradado, al poder se llega por el camino de las urnas; y a éstas las suple la “dictadura de las mayorías”, que no discrimina electores. El pueblo sabe que las promesas de los políticos son vanas; y estos utilizan ese recurso porque decir la verdad escueta, más que sumar, resta. No obstante, de ninguna manera se justifican la chabacanería, el lenguaje procaz y la controversia con bajezas, en la expresión y en el contenido de lo que se dice, tras los privilegios que brinda el triunfo electoral.
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