José Jaramillo


La gestión de quienes ejercen la política en Colombia dio un vuelco cuando se produjeron dos sucesos trascendentales, noble y benéfico el uno y nefasto el otro, a mediados del siglo XX. El primero fue el pacto firmado entre liberales y conservadores para darle fin a la violencia política que azotó al país y produjo pérdidas de vidas y daños sociales incalculables. Sin embargo, las condiciones del acuerdo, especialmente la paridad en los cargos públicos y la alternación de los partidos tradicionales en el poder, desató el fenómeno del clientelismo (tú me nombras, yo te nombro); hizo desaparecer el control político en los órganos colegiados (concejos, asambleas departamentales y Congreso nacional) y multiplicó por dos la burocracia oficial, para cumplir las cuotas de un liberal por un conservador en las entidades públicas. Y la alternación presidencial durante cuatro períodos creó las coaliciones para que los políticos, antes rivales, comieran en el mismo plato las delicias de los presupuestos oficiales; y las ideologías políticas, así como los objetivos sociales del poder, se esfumaran, para crear un monstruo que desde entonces ha crecido hasta niveles inmanejables: la corrupción. Que, como la gloria de Bolívar, según el curita peruano: “… crece como las sombras cuando el sol declina”.
El fenómeno nefasto fue el destape del negocio del narcotráfico, que pervirtió simultáneamente a la economía, creando la economía paralela, o subterránea, y al gobierno en todas sus instancias, cuando les puso precio a los votos, prostituyendo la democracia. A ambos fenómenos, el clientelismo y el narcotráfico, los teóricos de la sociología de Estado les dan connotaciones socioeconómicas, más rebuscadas que prácticas, así estén soportadas con estadísticas y ameriten densos análisis académicos. Pero la realidad es que la corrupción política y el poder económico de las mafias han sido superiores a cualquier gestión para controlar sus efectos, porque cualquiera buena intención se estrella contra la realidad de que, según Maquiavelo, “el que tiene el oro hace las leyes”.
Pero como “el pueblo es superior a sus dirigentes”, la gente poco a poco cae en la cuenta de que las promesas de los políticos no son solución a sus necesidades y que la plata ganada con negocios ilícitos es una ilusión que se esfuma como una burbuja y ocasiona perjuicios irreparables.
Se ha visto por estos días que un fenómeno que había desaparecido casi totalmente revive con fuerza en algunas comunidades: el civismo. En la comuna 13 de Medellín sus moradores se han dado a la tarea de superar el estigma de violencia, a través del arte callejero, el teatro ídem, el embellecimiento de las casas, la limpieza de las calles, etcétera. Tarea semejante se han impuesto los residentes del barrio Siloé de Cali. En Armenia, con el liderazgo de la Cámara de Comercio y el apoyo de otras entidades públicas y privadas, se adelanta en La Grecia un programa cívico maravilloso, que será un plan piloto para toda la ciudad.
En una pequeña población, que no es la única, jóvenes artistas hacen arte en los tejados de las casas, para que, visto el pueblo desde la altura, parezca un gran cuadro, polícromo y hermoso, de variadas figuras. Los ejemplos, por fortuna, cunden. Ese renacer del civismo es una noticia alentadora. Por ahí es la cosa…
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