José Jaramillo


Apegarse a enseñanzas recibidas y a vivencias, sin decantarlas por el efecto que causen nuevos conocimientos que demuestran realidades distintas, es una manera de momificarse. Asuntos tan sensibles como las creencias religiosas han sido afectadas por evidencias científicas e históricas, para que el fundamentalismo de muchos de sus enunciados, proclamados como dogmas, se queden sin piso, no porque los creyentes se desvíen de sus principios morales, sino porque a profetas, apóstoles y clérigos se les ha ido la mano al agregarles ingredientes fantasiosos y creando contravenciones a las que amenazan con castigos dantescos, para mantener a la feligresía asustada. Los mandamientos de la ley de Dios, que cubren a creyentes de varias religiones, delegados a la difusión de Moisés, en el caso del cristianismo, jerarcas de distintas épocas les han colgado variaciones y agravantes, insisten en satanizar el sexo y ostentan un machismo delirante. Algo tan natural como el sexo, por supuesto debe ser racionalizado para evitar excesos o prácticas perversas, lo que debe hacerse con educación. Sin embargo, los moralistas a ultranza lo han convertido en pecado mortal, con alta categorización en la escala de penitencias. En eso, muchos clérigos predican pero no aplican, como se ha demostrado desde cuando se corrieron espesas cortinas de hipocresía. Otros pecados incluidos en el decálogo, que implican atentados contra el honor, la propiedad y la vida del prójimo, pueden resumirse en la idea de que pecado es lo que afecte a otro, cometido con intención de hacer daño; o “sin querer queriendo”. Esto último lo resuelve la jurisprudencia diciendo que la ignorancia de la ley no excluye el castigo por el delito cometido. Lo que tiene sentido si se tiene en cuenta que la moral es connatural a las personas, que sin necesidad de instrucción específica saben que lo que dañe a otro es malo; y debe ser castigado, y el daño reparado. En eso dan ejemplo los animales. Sin embargo, las leyes, escritas, promulgadas e impuestas, cuantifican las faltas, lo que permite que quede libre alguien por cometer un delito que valga menos de tres millones de pesos colombianos, como una manera de tolerarlo, sin tener en cuenta si el afectado es pobre o rico, lo que cambia la intensidad del daño. En resumen, de lo aprendido hay que decantar generalidades y circunstancias. Asunto que han resuelto los dueños del poder, o quienes aspiran a conseguirlo, echando mano de la cínica sentencia maquiavélica: “El fin justifica los medios”. Las elecciones ganadas absuelven de los delitos cometidos para lograrlo.
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