José Jaramillo


Lo sucedido en las elecciones presidenciales del pasado 29 de mayo creó más confusiones que buenas expectativas entre quienes no tienen aspiraciones distintas de lograr el bienestar de Colombia, tan esquivo por el manejo errático, autocrático y clientelista que se le da a la administración pública. El gobierno central, y los apéndices regionales; el Congreso Nacional, las Asambleas Departamentales y los Concejos Municipales, así como los entes de control y, peor aún, la Justicia, han caído en desprestigio, “al peso de su propia podredumbre”, como se dijo en su momento de la hegemonía conservadora (1885-1930). Lo que confirma que la historia se repite. La administración pública, en todas sus instancias, se convirtió en botín de pirata; y las instituciones conductoras, reguladoras y fiscalizadoras del Estado obedecen a intereses perversos de quienes los escogen. Y, “como no hay situación, por mala que sea, que no sea susceptible de empeorar”, los titulares de los órganos de control, que se supone deben vigilar los actos del ejecutivo central y de los gobiernos regionales y municipales, son escogidos por estos a su conveniencia, por sí mismos, o a través de congresistas, diputados y concejales, aliados incondicionales. Los entes de control, además, son fortines burocráticos, para fortalecer al “soberano” (ejecutivo) y a los grupos políticos afectos a él.
Lo que se ha visto de tiempo atrás en la elección de gobernantes y legisladores es una seguidilla de desaciertos, causada por la manipulación de los electores que deciden el ordenamiento democrático de la Nación. Los comicios se manejan a través de clanes regionales, que se identifican con apellidos de castas dominantes, que no son otra cosa que empresarios de cadenas de “comercialización” de votos. Entre los clanes se negocian apoyos electorales para aspirantes a senadores, que son de circunscripción nacional. De ahí que un candidato oriundo de determinado departamento obtenga votos en otros lugares donde nadie sabe quién es. En el comercio de electores también existe el micro-tráfico, como corrupción en pequeña escala. La gente vota por candidatos que no conoce, porque le pagan.
Además del efectivo, también se usa como “remuneración” a electores, y a traficantes de votos, la contratación oficial, los nombramientos en cargos públicos, el manejo de entidades industriales y comerciales del Estado (“si gana, decía un político a un candidato a gobernador, cuando le anunció su adhesión, mi cuota es la Licorera”) y la diplomacia. Esta última es muy apetecida.
Frente a ese panorama se encuentran los electores para la segunda vuelta de las elecciones presidenciales el 19 de junio. Y para las que siguen de gobernadores, alcaldes, diputados y concejales.
De momento, los colombianos deben escoger su próximo presidente entre dos personajes cuyas personalidades, experiencia y formación no ofrecen una mínima garantía de que el gobierno, y todas las instituciones que conforman el Estado, vayan a superar la mediocridad que se incrustó en el país desde tiempo atrás.
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