José Jaramillo


Antiguamente la plebe estaba integrada por los estratos más bajos de la sociedad: campesinos, artesanos, soldados, pescadores, pequeños comerciantes, marineros y sirvientes, que vivían bajo el dominio de nobles, clérigos y militares, resignados a obedecer y a pagar tributos, sin que por sus mentes pasara la idea de que algún día podían ascender al poder. Los artistas eran los únicos que llevaban una vida palaciega, creando obras para la gloria de sus protectores, pero en condición de sometidos y explotados.
Sólo en las novelas, gracias a la delirante imaginación de los autores, se mencionan muchachos que conquistaron un lugar en la élite social y política porque realizaron una hazaña a favor de algún poderoso y éste los recompensó concediéndoles un lugar de privilegio en la corte. O una dulce niña, hija de alguna cortesana, que se ganó con virtud y belleza el corazón de un príncipe, que se empeñó en hacerla suya y compartir con ella sus privilegios sociales, pese a la oposición de la parentela, que la miraba con desprecio por su origen humilde. Pero un enamorado por donde mete la cabeza la saca.
Contrario a lo que se cree, la democracia no ha sido un sendero florido para los pueblos. Lo de “gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo” no pasa de ser una frase afortunada de Lincoln (1809-1865), el malogrado presidente de los Estados Unidos (1861-1865); y una idea inspiradora de los filósofos de la antigua Grecia, que en la práctica ha funcionado a medias, y en muy pocas partes. Sin embargo, es la expresión más recurrente de los políticos que prometen luchar por ella, pero en la práctica parecen despreciarla.
Después de la Revolución Francesa, que derrocó la monarquía absoluta de los Luises de Francia y puso a rodar las cabezas de los nobles después de aplicarles el tratamiento de la guillotina, un invento creado a la medida de las nucas perfumadas, cuando la gente humilde creyó que había llegado su momento de gobernar, se impuso el régimen del terror, que como remedio resultó peor que el mal.
Así han pasado milenios. La democracia no pasa de moda, aunque a la hora de la verdad su eficiencia es cuestionable. La “nobleza” de ahora no proviene de rancias tradiciones sino de oportunidades electorales, que pueden conquistarse a base de propuestas de gobierno participativo, de elocuencia y atractivo personal, de carisma y encanto, de halagos que lleven a los electores a sufragar por determinado candidato, de métodos tramposos para alterar los resultados de las urnas, de seducciones al elector en metálico (compra de votos), de amenazas de organizaciones criminales o de real y legítima convicción, cuando los candidatos son idóneos, honestos y tienen verdadera vocación filantrópica. Pero cuando reina la plebe astuta y maliciosa, o el poderoso don dinero, todo va mal.
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