José Jaramillo


Los columnistas de opinión, los académicos especializados y los “politólogos” de mesa de café o de tertulia callejera hablan de una división de los aspirantes a ganar las elecciones colombianas de 2018, entre la extrema izquierda, que agrupa a los partidos políticos y movimientos independientes de tendencia socialista; y la extrema derecha, que encarnan los fanáticos religiosos, los autoritarios, los leguleyos y quienes aseguran que el bienestar de los pobres radica en bajarles los impuestos a los capitalistas y en la concentración de la riqueza, con el argumento, muy peregrino, por cierto, de que los pobres son malos administradores. Y algunos, tímidamente, hablan del centro, o punto de equilibrio, en el que se ubican los intelectuales y administradores liberales, ajenos a cualquier dogmatismo y alertas para rectificar, cuando las circunstancias así lo recomienden. Poéticamente Quevedo había definido esta posición así: “En este mundo traidor, nada es verdad o mentira; / todo es cuestión del color del cristal con que se mira”. Y los viejos, cuando un muchacho les consulta un negocio, recomiendan: “Espere, mijo, a ver qué pasa.” Y le aconsejan tocar con la punta del pie adelante, antes de dar el paso.
Pero la cruda realidad es que el pragmatismo económico se ha impuesto del tal manera que los que importan son los votos de la desteñida democracia, para acceder al poder, conquistar curules, asegurar ingresos y después ver qué se puede hacer por la sociedad; eso sí, sin soltar la teta. Los de la izquierda piensan que pueden lograrlo atizando la inconformidad y los de la derecha calculan que infundiendo miedo lo consiguen. Mientras que los liberales se “centran” con escepticismo en calcular posibilidades, mientras los otros les ganan la punta.
Históricamente el cuento de derecha e izquierda es así. Después de la Revolución Francesa, en el parlamento los monárquicos, o viudos del poder, se ubicaban a la derecha en el recinto y los revolucionarios corta-cabezas a la izquierda. Al final ninguno de los dos se impuso como fórmula de gobierno y ganó el liberalismo de los enciclopedistas, o iluministas, que proclamaban “libertad, igualdad y fraternidad”. Lo que suena muy bien, pero en la práctica apenas en algunas partes ha funcionado a medias; contrario al sometimiento del trabajo al capital; a la concentración de la riqueza y al monopolio de la tierra, estrechamente ligados al poder político, que funcionan “como un relojito”. A lo máximo que puede aspirar un pueblo elector, ante la falta de programas serios de gobierno y frente a la mediocridad de los aspirantes a gobernar y legislar, es a lo que clamaba el tullido cuando la silla de ruedas arrancó sin control por una falda abajo: “Virgen Santísima, que siquiera quede como estaba”.
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