José Jaramillo


“Yo soy yo y mi circunstancia”, sentenció el filósofo José Ortega y Gasset, de la generación de literatos y pensadores españoles del 98 (1898), con lo que quiso decir que había que buscarle la comba al palo, para reducir la idea a términos más elementales, para mejor entendimiento del obscuro e inepto vulgo, como definían al pueblo raso los intelectuales colombianos de la Gruta Simbólica (Bogotá, primeras décadas del siglo XX), cuya ampulosidad comenzaba con el nombre mismo del movimiento.
Las comunidades conviven con el entorno natural: clima, lejanía, fauna, vegetación, abundancia, escasez, aridez, exuberancia, sequía… O con fenómenos sociales como pobreza, violencia, inseguridad, tranquilidad, religiosidad, agitación o calma. Esas circunstancias influyen en el temperamento de la gente y terminan por identificarla; lo que se llama idiosincrasia. Aterrizando en Colombia, de ahí las diferencias en la conducta y el modo de ser de costeños, boyacenses, santandereanos, opitas, paisas, pastusos y cafeteros. Con esta última clasificación se recogen las poblaciones del viejo Caldas y aledañas que pertenecen políticamente al Valle del Cauca y al Tolima, pero cuyo perfil social, económico y cultural es idéntico.
Estas reflexiones provienen de la necesidad de asumir la pandemia que tiene al mundo con el pelo de punta como un hecho que es necesario enfrentar sin aspavientos ni pánico, con pragmatismo y cabeza fría, porque nadie está en capacidad de fijarle fechas límite; aún no se conoce la vacuna que controle la expansión y evite el mal a futuro. Lo único palpable son las medidas oficiales de aislamiento y precauciones sanitarias, unas más acertadas que otras; y la abnegada tarea de médicos, enfermeras y auxiliares, hombres y mujeres que están dando ejemplo de vocación profesional y sensibilidad humana; mientras que burócratas obtusos, políticos inescrupulosos, especuladores y vivos oportunistas, como aves carroñeras, buscan sacar provecho económico de la calamidad.
Así como han vivido los colombianos con una violencia constante desde hace dos siglos y una corrupción endémica, agregadas a una inseguridad fantasmal que ataca de sorpresa; y han asistido a un deterioro constante de la calidad del medio ambiente, cada vez más enrarecido y pernicioso, males para los cuales conocen las terapias pero no las aplican, así tendrán que hacerse a la idea de que un bicho letal flota en el ambiente y sus efectos son impredecibles, contra el cual ni siquiera se sabe qué hay que hacer. Los rezanderos son los más aproximados a la solución del mal invisible que ataca a la humanidad, cuando proponen acudir a la protección del Señor Caído o de la Virgen de Chiquinquirá. Los incrédulos, que se jodan.
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