José Jaramillo


El objetivo de cualquier gobierno debe ser, por encima de todo, mejorar la calidad de vida de los gobernados. Esta estrategia alcanza a todos los niveles de la sociedad, porque del bienestar de los individuos se deriva el de las familias, de estas la armonía y progreso de las comunidades (poblaciones, comunas, barrios…) y de ahí el desarrollo del país. Preocupa, entonces, la mala escogencia de los gobernantes, cuando los aspirantes a cargos públicos carecen de la más mínima formación ética y humanística, y son patrocinados por oscuros intereses políticos o económicos, a los que tienen que devolver favores con recursos de la comunidad. Esos aspirantes, para soportar su currículo, presentan títulos académicos de dudosa procedencia; y anexas a las hojas de vida tiene que haber recomendaciones de personas, empresas o entidades influyentes. Los intereses de estas, normalmente, no están inspirados en el bien común, sino en el de ellas. Esa forma de construir gobiernos proviene de la desvalorización de los valores (valga el contrasentido) desde cuando se erigió el “vellocino de oro”, dios de los paganos, como suprema deidad, pese a las manifestaciones religiosas de la hipocresía. El monigote elaborado por los antiguos idólatras fue remplazado por el dólar, que representa lo mismo. De esa distorsión proviene que la administración pública no tenga como objetivo servir, sino subir sus titulares en la escala burocrática, a cargos mejor remunerados y con más privilegios. Escasos son los que ostentan una verdadera vocación de ser útiles y de construir con sus gestiones una sociedad más próspera, soportada en individuos con mejor calidad de vida. Esto sólo es posible si se trabaja desde el liderazgo y la dirigencia para educar a la gente y procurarle trabajos dignos. Así se construye futuro.
En épocas de crisis, los políticos conservadores, aliados del “capitalismo salvaje”, proclaman la austeridad reduciendo el gasto. Así se mantienen los recursos en los bancos, para que éstos especulen con ellos e incrementen sus utilidades. Los humanistas, por el contrario, plantean aumentar las inversiones en obras de impacto social (infraestructura, tecnología, educación, ciencia, cultura, deporte…) para generar trabajos individuales productivos, elevar los ingresos personales y demandar servicios, materiales, herramientas e insumos. Así se dinamiza la economía desde los individuos y sus familias, se estimulan el consumo y la producción, se incrementan los fondos para salud y pensiones y aumenta el recaudo fiscal. Esa es la fórmula para reducir la pobreza y construir un futuro más equilibrado.
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