José Jaramillo


La administración pública, por su complejidad, requiere de mucho más que títulos universitarios, vínculos familiares, padrinos y ganas. Tampoco es requisito poseer cultura humanística y trayectoria en el manejo de negocios privados. Hernán Echavarría Olózaga, exitoso industrial antioqueño (dueño de Corona), intelectual y economista de la escuela liberal de la libre empresa con vigilancia del Estado, exministro de Hacienda y presidente de la Comisión Nacional de Valores, institución que hacía el control monetario, después adscrita al Banco de la República, en un libro suyo titulado “Economía y Partido Liberal” planteaba que la administración pública es semejante a ver desde un helicóptero todo lo que hay abajo: ciudades, pueblos, cultivos, industrias, vías, fuerzas militares, iglesias, estudiantes, políticos, jueces, etcétera; y armonizar todo para que funcione en beneficio del bien común. Para lo cual no hay fórmulas mágicas, manuales con instrucciones precisas ni verdades reveladas, sino que se imponen el buen juicio, la intuición, el estudio, el conocimiento de la gente, la capacidad de tomar decisiones sobre la marcha, la responsabilidad y, sobre todo, la vocación de servicio y el deseo de acertar en beneficio de la comunidad.
Los estadistas más relevantes, en Colombia y en todo el mundo democrático, comenzaron su vida pública desde alcaldías y concejos municipales, secretarías departamentales, institutos descentralizados, ministerios, consulados y embajadas, hasta que los picó el bicho del poder y se sintieron capaces de ocupar la presidencia.
No es entonces el berrinche de un muchachito que se tira al suelo a revolcarse y entre mocos y berridos dice: “Yo quiero ser presidente como mi papá”. O gobernador de departamento o alcalde de una gran ciudad. Tampoco hace méritos para gobernar con eficiencia la imagen maquillada de personajes carismáticos, que ostentan condiciones más histriónicas que aterrizadas en propuestas serias; ni conductores de masas, que manipulan montoneras con discursos populistas y propuestas proteccionistas, que una vez en el poder no pueden cumplir. O cumplen agotando los recursos del Estado y creando comunidades parásitas, sin capacidad de esfuerzo ni vocación de grandeza, las más de las veces para capturar votos los caudillos que les permitan perpetuarse en el poder, por sí o por interpuesta persona. Lamentablemente, los pueblos (“pueblo intonso, pueblo asnal”), los electores, por inmadurez y falta de educación, se dejan seducir por apariencias, o se venden. Sin pensar en que las malas consecuencias las sufrirán ellos mismos.
El caso de Bogotá es patético. La capital de la república, la ciudad de todos los colombianos, vive como en una montaña rusa, de la cumbre al abismo, al vaivén del populismo.
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