Jorge Raad


Uno de los mayores avances logrados en la posmodernidad es la educación en todos sus niveles. Desde los jardines hasta los centros para obtener doctorados, han sufrido transformaciones no siempre benéficas.
Milenios atrás la instrucción, dada bajo rígidas normas, era para una élite. La evolución del pensamiento y de la necesidad de aprender para hacer, estructuraron escuelas de todo orden e inclusive la medicina no escapó a ello.
Las actividades prácticas para lo cotidiano como la agricultura o la carpintería o el pastoreo o la navegación o la alquimia o las artes o la pesca o la religión, para ejemplificar algunas, demandaban el interés de los seres humanos en todo el planeta conocido.
Otras actividades fueron ejercidas según se iban asentando los humanos en los diferentes territorios y formando comunidades que poco a poco crecían en número y envejecían debido a la migración, a la natalidad o a la preservación incipiente de la vida. Desde el inicio de la evolución, la conservación de la especie ha sido una obra importante pero no han sido suficientes los milenios recorridos.
La muerte de los seres humanos inducida por la violencia de otros ha sido un permanente flagelo, más allá de lo que ha sucedido con las enfermedades que han azotado a las poblaciones de diferentes tiempos.
La pérdida de vidas humanas por actos violentos, nunca justificados, conduce a la vergüenza como lo expresó el Papa Francisco en la bella oración pronunciada por él al terminar el Vía Crucis desde el Coliseo de Roma.
No hay fuerza que elimine la violencia. Lo único que la podría eliminar y no en pocos años sería la formación de las juventudes. El ser humano no es violento por naturaleza.
Para entender y practicar la tolerancia y por ende la no agresión se necesita entender su papel dentro de la naturaleza y convivir en paz con sus congéneres. Aun así, dentro de los inescrutables dominios de la mente y el comportamiento podrán aparecer agresores individuales que no serán la generalidad del debido ser de la personas.
Javier Moreno Luzón, ha recordado recientemente en El País, España, a Manuel Bartolomé Cossío, el pedagogo español más importante hasta el primer tercio del siglo XX, con las siguientes frases: Dadme un buen maestro y el improvisará el local de la escuela si faltase, el inventará el material de enseñanza, él hará que la asistencia sea perfecta, pero dadle a su vez la consideración que merece. ¿Será, tanta la diferencia actual?
El constructor de las Misiones Pedagógicas junto con Francisco Giner de los Ríos, su maestro, dejó un importante legado en el cual es necesario reflexionar. Además expresó: Gastad, gastad en los maestros.
Todo ello, viene a la consideración del número y calidad de profesores de cualquier nivel de educación. Un maestro debe serlo desde el principio, su vocación debe ser sincera y bien cimentada. Su magisterio, inalterable.
En los maestros hay que invertir, superior a gastar. No es un asunto de consumo tampoco son únicos el salario, sus prestaciones sociales ni las condiciones de su escalafón. Su vida debe ser cristalina y debe contar con todos los elementos indispensables para una vida sosegada y digna.
Ahora bien, sigue la contraprestación de los maestros por lo que reciben. Sus actos docentes deben tener los sellos de la verdad, de la honorabilidad y del cumplimiento según sea su ubicación. Creer que la docencia es un asunto menor o indigno, es por lo menos una posición alienada. La impronta de maestro como la del médico, sólo termina con la muerte.
Desde los licenciados hasta los postdoctorados, quienes asuman los papeles que se les encargan para ser profesores tienen un inmenso compromiso partiendo del hecho de ser honestos. Un corrupto no tiene derecho a enseñar y tanto él como el que propicie o tolere conscientemente su actividad, merecen como mínimo la sanción social.
El trabajo del maestro abarca muchas facetas y ellas deben dar lugar a una acción esperada, comprobada y excelsa.
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