Jorge Raad


Los recuerdos de los primeros maestros, como era la denominación precisa y clásica, acompaña a los seres humanos durante su vida y afortunadamente en la mayoría de los casos se hace con gratitud por lo que hicieron y sobretodo como lo ejecutaron, incluyendo la rigidez de los métodos y no permitían claudicación en los logros.
Los maestros tenían pleno control sobre cada uno de sus alumnos. Los incorporaban a sus vidas durante un año, y muchos más, seguían sus pasos personales y familiares. Al maestro lo identificaban merecidamente como un ser superior dentro de la sociedad.
En medio de esta comprensión, y a veces incomprensión, había asignaturas fáciles y otras con diferentes dificultades. Las ciencias siempre atractivas porque representaban al mismo ser u otros que se encontraban realmente en el entorno. Sin embargo, las matemáticas, la gramática y dentro de ella la ortografía no tenían la voluntad de todos y por ello su aprendizaje era más complejo e inclusive aparecía un rechazo franco.
El sábado pasado, un extraordinario artículo de Manuel Vincent en el País de Madrid, trae una remembranza sobre su maestro aplicable íntegramente a los colombianos y a quienes aprendieron, estando ahora en la vejez o próxima a ella, sin el eufemismo de adultos mayores. Todo su relato lo hace en consideración a los nuevos lenguajes que crean los niños. ¡Y, hay que ver!
Expresa el articulista: Ahora que el idioma tal como lo escribimos hoy está a punto de desaparecer destruido por los nativos digitales en las redes, quisiera rendir homenaje a un maestro de escuela, de quien a los ocho años aprendí todo lo que sé de ortografía... Gran parte de mi pasión por la escritura se la debo a aquel maestro cuyo recuerdo llevo en el corazón desde el fondo de mi niñez. En aquellos tiempos de la más desolada posguerra don Manuel se tomaba muy en serio su vocación. Aún lo veo con su guardapolvo color mostaza y las manos colgadas de las axilas por los pulgares paseándose entre las filas de pupitres mientras repetía lenta y espaciadamente en voz alta las palabras del dictado. Sentías su presencia detrás. Sabías que iba a inspeccionar en tu cuaderno la hache, la jota, la uve, la elle y que probablemente cualquier falta de ortografía iría acompañada por una colleja(sic). En aquel tiempo a los maestros se les escapaba a veces algún sopapo o te daban con la regla en la palma de la mano. La ortografía estaba implicada en una sensación de terror. Cualquier profesor que ponga hoy la mano sobre un alumno se expone a un grave problema, pero entonces el castigo físico era aceptado con normalidad por la pedagogía, hasta el punto que si en casa decías que el maestro te había pegado, encima tu padre te daba otra paliza... La Real Academia suele aceptar con gran parsimonia nuevos vocablos de la calle mientras hoy los niños están creando cada día con los dedos un lenguaje distinto. En esta lucha desigual quiero recordar a aquel maestro de escuela que me enseñó a escribir bien con una ortografía que ya forma parte de la melancolía.
Calcado con lo que sucedía en Colombia, cuando el maestro, uno solo, con su universalidad atendía todas materias, como era la denominación real y castiza de los diferentes temas de estudio. Una revisión de cuadernos antiguos personales da una sensación única.
Hay que recordar a los maestros de cada quien. La madre Amelia, Carlos Aristizábal, Gabriel Serna y Enrique Cardona
Poco a poco fueron desapareciendo en Colombia los castigos físicos, a quienes no alcanzaban las metas. Existía un examen final oral, temible, con la presencia de los padres de familia y en ocasiones la visita del inspector de turno.
Los cambios afortunados en la pedagogía también han servido para desatender áreas básicas del aprendizaje. Hoy desafortunadamente la universidad es incapaz de lograr que sus estudiantes escriban bien incluyendo la ortografía. ¡Aaah, hay que observar la ortografía de algunos profesionales, produce grima! Sin olvidar la contrición de corazón.
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