Jorge Raad


El salón comedor estaba inundado por la luz y una temperatura ambiental que confortaban al grupo integrado por familiares, amistades, taurinos de diferentes oficios e intereses y ayudantes. El acogedor interior campestre en el paraje de la Florida está rodeado de corredores solariegos y un jardín que demostraba la querencia, la dedicación y las buenas manos de la madre. Todo cerca a la placita de tientas de la ganadería de Ernesto Gutiérrez.
Doña Berta Botero Gómez estaba omnipresente en todos los rincones de la estancia. Su majestuosa figura de rememoración imperial, su voz dulce pero firme, sus gestos, sus ademanes y las maneras de dirigirse a cada uno de sus invitados, convertían el lugar en un nicho de respeto y paz. Entre: Doña Berta, mamá, señora y una Berta ocasional, por la cercanía de siempre, confluían los tratos para la anfitriona.
Su calidad de tradicional hospedera excelsa la hacía preocuparse hasta por lo mínimos detalles en donde la cortesía y las buenas maneras eran comportamientos naturales en su presencia.
Unos largos minutos antes la madre estaba en el palco de asistentes a la tienta. Miguel, su hijo, llamaba la atención sobre la necesidad de silencio en el momento en el cual como un ritual estricto se picaba a la vaquilla.
Doña Berta atendía la solicitud con premura sin dejar de expresar unas palabras, antes o después, fruto de su magistral humor que provocaba entre los asistentes discretas sonrisas porque la sonoridad estaba vetada para el resto de los mortales.
Nunca una palabra altisonante para sus convidados ni para nadie. Exigente sí, cuando se requería. La sola mirada y su voz tranquila a manera de consejo maternal indicando la mejor manera de cumplir con los postulados del trato interpersonal, facilitaban la convivencia. Sin embargo, todo en ella emanaba de una manera natural tanto que no provocaba rechazo aunque no siempre exento de discreto rubor del infractor.
Poseedora de una estricta formación católica inculcada desde el hogar de sus padres y acrecentada durante sus estudios y transitar cotidiano, que le brindaba una vida íntima que la hacía comprender todo con un enfoque especial revelado en su inmensa caridad para con los demás no solamente en lo material sino también con los procederes de sus semejantes, aunque no admitía justificación ante las faltas en contra de la vida y dignidad de las personas.
Una mujer instruida que le permitía cualquier diálogo con exuberancia de conocimientos y acertados conceptos. Una señora inteligente que la conducía a una adaptabilidad a la vida de relación social, sin deponer sus férreos principios. Su talento, reconocido por su familia le permitió acompañar con lucidez propia al esposo, Maestro Ernesto Gutiérrez Arango, en sus ajetreos académicos, comerciales, políticos, administrativos, taurinos, culturales y en los profesionales médicos a distancia, por razones obvias.
Su inmensa fortaleza interior demostrada muchas oportunidades le permitió enfrentarse a la pérdida de sus seres queridos cercanos.
Una ávida y profunda lectora. La literatura, las noticias, las opiniones y el arte en todas las concepciones, recibían de ella el calificativo perspicaz que demostraba su identidad o distanciamiento. Cuando el silencio, raro, sobrevenía era indicio de la necesidad de una mayor reflexión, propia de las personas conscientes de su papel e influencia.
Siempre hizo con naturalidad el bien. Fue una extraordinaria mujer con sus empleados desde quienes ejercían los más humildes oficios hasta quienes la atendían profesionalmente. Lejos de quejarse prefería la conciliación con las actitudes pacíficas que la enaltecerán por siempre.
Ha partido hacía el Dios de sus creencias pero quedan sus nietos que la recordarán como la abuelita que los distinguió como sus luceritos marcándoles el sendero de la dignidad bondadosa.
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