Aunque por pudor me aburre hacerlo, debo hablar sobre mi trabajo de senador, balance que puede ser útil, en especial para los jóvenes, sobre cómo tener un cierto éxito en política sin apelar a prácticas execrables.
Que me fue bien, digamos, puede probarse. En cada una de mis elecciones aumenté el respaldo, algo difícil de lograr: 45.703, 80.908, 165.509, 191.910 y 229.276 votos, sin clientelismo ni corrupción y venidos de todos los sectores sociales. En encuestas a más de mil líderes de opinión –académicos, políticos, empresarios, periodistas y dirigentes sociales–, por diez años consecutivos, fui elegido como el mejor senador de Colombia. Y con alguna frecuencia desconocidos me abordaron y dijeron: “Yo nunca votaré por usted porque no comparto sus ideas, pero lo considero una persona respetable…” y me agregaban un par de frases amables.
La primera característica de mi paso por el Senado fue el trabajo duro, mío y de mis asesores, con el respaldo de amigos a quienes les consultaba. Y sin mis compañeros de lucha, hoy en Dignidad, nada hubiera podido, porque soy persona de organización y no caudillo, dada la comprobada esterilidad de los supermanes –que además no existen– para promover el desarrollo y la democracia en los países.
El trabajo duro me convirtió en el senador que más debates de control político ha realizado en la historia de Colombia, incluidos unos que sacudieron al país. Y presenté cien proyectos de ley, que no fueron aprobados porque, como minoría de oposición además alérgica a la mermelada, se me cumplió una regla que con humor descubrimos con Carlos Gaviria: en este país, un proyecto de ley bien bueno lo hunden en cinco minutos y uno bien malo lo aprueban también en cinco minutos, según mi experiencia en los gobiernos de Uribe, Santos y Duque.
Ese trabajo arduo –incluidas incontables reuniones, conferencias, viajes, lecturas, 4 libros y 500 artículos de mi autoría siendo senador– incluyó estudiar en serio, porque el acierto en política empieza por ser uno un “especialista en generalidades”, es decir, un conocedor de muchos temas, para por lo menos poderse comunicar con los verdaderos especialistas, saber valorar el acierto o el error de las ideas y no dejarse descrestar de los charlatanes.
Hubiera sido imposible ser el senador que fui sin mi decisión de hace 50 años de trabajar en política, no para conseguir plata ni honores sino para servirle a lo que considero el progreso de Colombia, aun a costa de ir en contra de mis conveniencias personales. Es esa forma de pensar la que explica decisiones mías para algunos difíciles de comprender, porque me han costado renunciar a los oropeles, precio que sin molestias se paga cuando obedece a defender convicciones de principios.
Es difícil encontrar un tema de importancia que no estudiáramos para poder opinar con responsabilidad: agro, industria, trabajadores, campesinos, indígenas, empresarios, salud, educación, ambiente, energía, corrupción, violencia, paz, relaciones internacionales, justicia, política, democracia… De esos esfuerzos, por falta de espacio, resalto dos que atendí en especial: la lucha contra la gran corrupción y la defensa de la producción y el trabajo nacionales.
Sobre la gran corrupción demostré que se ha refinado tanto que ya es “legal”, porque pasaron de hacerle trampa a la ley a introducirla en ella, a partir de un diseño del Frente Nacional (1957) que autoriza a “los mismos con las mismas” –la frase de Gaitán– a aprovecharse del Estado a cambio de aprobar una macroeconomía favorable a un puñado de trasnacionales y colombianos, la cual, como su peor pecado, impide industrializar el capitalismo nacional, causa del mayúsculo subdesarrollo del país y base de todos nuestros incontables, gravísimos y crecientes problemas.
A amigos y contradictores les digo que por mis luchas democráticas llegué al senado a luchar y que entonces seguiré luchando hasta que se me acaben las pilas. Bienvenidos a este esfuerzo por Colombia.
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