Jorge Enrique Robledo

Según el DANE, en mayo pasado, la población desocupada en el país llegó a la inmensa cantidad de 4,9 millones, el 21,4% del total, y mujeres y jóvenes más de la mitad, el 25,4 y 26,6%, respectivamente.
Y eso que las cifras, con lo pésimo que se ven, están embellecidas por la forma de la estadística. Porque los llamados “inactivos” no suman como personas sin empleo, pues, según el DANE, carecen de él pero ya ni lo buscan, agotados e indignados por no encontrarlo. Y estos crecieron en el último año de 14,5 a 17,8 millones.
La estadística también enmascara este dolorosísimo problema social -el peor de Colombia y el que les da base a los demás-, porque los trabajadores informales aparecen como empleados, aunque por norma el rebusque no les brinda unas condiciones de vida siquiera decorosas. Y la informalidad colombiana aparece entre las mayores del mundo. En 2016, y era peor al finalizar el año pasado y ahora ni se diga, en ese sector sufrían 60 de cada cien personas, según la Organización Internacional del Trabajo (OIT).
Y también suaviza la apariencia del desempleo nacional que cinco millones de colombianos hayan tenido que irse a otros países, donde sí consiguieron los empleos que les negaron aquí y donde han dejado la merecida fama de ser excelentes trabajadores.
El desempleo implica además -y de esto tan grave se habla muy poco- que no se supere el subdesarrollo nacional, el mismo fenómeno que lo causa. Porque impone rebusques de baja o nula productividad, lo que también lastra la creación de más y mejor riqueza, bases insustituibles del empleo y el progreso de los países. Y cierra el cuadro de esta tragedia que la escasa capacidad de compra de cesantes e informales tampoco jalona con el vigor necesario la industria, el agro y los demás sectores. Luego el primer pacto nacional que necesita Colombia es el de crear empleo, empleo y más empleo, estable y bien remunerado, objetivo que no puede lograrse sin modificar las causas de la desocupación, que el duquismo, en un relato falaz, intenta reducir a la pandemia.
Entre las fallas graves de Duque en el manejo de la pandemia está no proponerse que el Estado respalde con mayores recursos a los ciudadanos empobrecidos y a la actividad económica, como desde Keynes se sabe que debe hacerse en una crisis como esta, entre otras razones, para aumentar la capacidad de compra y la producción, generadoras del empleo que a su vez las respalda. Pero sin medidas adicionales -como lo prueba la experiencia de los 30 años anteriores-, más gasto se convierte en mayores importaciones, que no solo no estimulan la producción en Colombia sino que le hacen daño. Y se probó también que la ortodoxia neoliberal significa que los ingresos por minería y deuda externa se usan para destruir producción y trabajo nacional, porque financian las compras externas excesivas, y tampoco estimulan las exportaciones.
En el debate sobre las soluciones, no es serio entonces que se prohíba mencionar, entre las causas de la crisis, la apertura de los noventa y los TLC, que nos arrebataron -y esto lo saben los conocedores- uno a uno todos los instrumentos que usaron los países que sí desarrollaron sus economías de mercado, en tanto nos ofrecieron reemplazarlos con falacias y baratijas, como demostró la experiencia. Solo el dogmatismo con el que se defienden unos tratados que nos presentan como inmodificables, cuando sí pueden cambiarse, explica que no se plantee una política de sustitución de importaciones, cuidando, como es obvio, hacerlo sin excesos.
Coletilla: Aurelio Suárez calculó que el aporte del gobierno por la pandemia es de 320 mil pesos por persona al mes, y por solo tres meses, es decir, 95 centavos de dólar al día. Y el Banco Mundial pone el ingreso de pobre en 5,5 dólares diarios.
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