Pablo Catatumbo es un hombre que desde los 14 años pertenece al partido comunista, vinculado a la Juventud Comunista colombiana, el M19, las Farc, el Partido Comunista Clandestino y, antes de ser cobijado con la impunidad pactada en la farsa de La Habana, tenía 41 órdenes de captura y estaba procesado por delitos de lesa humanidad, narcotráfico, homicidio, terrorismo, rebelión y secuestro. Sus condenas superan 40 años de prisión y podría ser, junto con sus compañeros de cúpula de las Farc, el prototipo del criminal descarnado, inhumano y cruel.
La senadora Paloma Valencia, reclamando su derecho a intervenir en la Comisión de Paz del Senado, en tiempo igual que el mencionado delincuente, se refirió a él como narcoterrorista, ¡y ahí fue Troya! La indignación se les subió a la cabeza a sus colegas comunistas de dicha comisión, y decidieron abandonar el recinto y terminar con la sesión. ¡Qué tal!
¿Acaso el haber adquirido forzadamente algunos derechos mediante los acuerdos de paz (negados plebiscitariamente por el pueblo), le quita a este individuo la calidad de delincuente, homicida, terrorista, secuestrador y narcotraficante? ¡No! Así como no existen exasesinados, no pueden existir exasesinos; como no existen exmutilados, tampoco existen exmutiladores; como no existen niñas exvioladas, tampoco existen exvioladores. Es decir, cuando Catatumbo tomó la decisión de volverse un criminal desalmado y atentar contra sus semejantes en forma despiadada, sabía que estaba cometiendo crímenes atroces y era consciente de sus consecuencias. Y el hecho de que los colombianos tengamos que admitir a unos terroristas como congresistas, no significa que los crímenes hayan desaparecido; el hecho de que Santos les hubiera otorgado impunidad total, no significa que con ello se hubieran reparado las víctimas.
Por el contrario, el tener que ver cómo estos individuos posan de adalides de la moral y se sienten con el derecho de fustigar a sus contrincantes como si fueran un dechado de virtudes, nos recuerda día a día la aberración que se está cometiendo con nuestra justicia, y el sometimiento a una desigualdad jurídica que permite una especie de dictadura de victimarios, donde la palabra de ellos es sagrada y sus derechos prevalecen sobre los de los demás colombianos.
Por eso me identifico plenamente con Hassan Nassar, quien expresó en un trino: “Son honorables parlamentarios que han dedicado su vida al reclutamiento de menores, la violación de niños, el secuestro y la extorsión de personas, la producción y comercialización de cocaína y el asesinato de civiles y militares. No los maltraten diciéndoles narco-terroristas”.
Esta es la verdadera inversión de valores. En Colombia tienen más peso las palabras, las acciones, los conceptos y las manifestaciones de los criminales, que las de los ciudadanos de bien. En la medida en que las personas incrementen el número de sus crímenes, expandan su cobertura y profundicen su crueldad, adquieren más respetabilidad e inmunidad. En la medida en que se abulte su prontuario, se abultan sus derechos y se aligeran sus responsabilidades.
¿Cuál es el tratamiento entonces que hay que darles a estos criminales? ¿Los deberemos seguir llamando honorables, prohombres, distinguidos o excelencias? ¿Se nos prohibirá entonces llamar las cosas por su nombre porque de pronto resultamos ofendiendo a quienes tienen condenas por actos inhumanos, crueles y despiadados?
Para mí, Catatumbo sigue siendo un narcoterrorista. Al igual que Santrich, Iván Márquez, El Paisa y demás criminales que han venido asolando nuestro país, así hoy estén rodeados de garantías desmedidas y de condescendencia judicial. Máxime cuando existe todo un complot para mantener en secreto sus declaraciones, mediante las cuales se debería encontrar la verdad como forma de reparación a las víctimas. Ahora ellos posan de dignos cuando se les denomina como son, y sus adláteres se declaran ofendidos ante la imposibilidad de defender a sus amigos. ¡Esa es mi Colombia!
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