Jorge Enrique Pava


En cualquier democracia del mundo, cuando se habla de oposición se entiende que son los movimientos políticos que se oponen al régimen, y son generalmente tratados con respeto, consideración y altura pues se asumen, antes que enemigos mortales, como factores que solidifican y generan esperanzas de libertades individuales y colectivas. La oposición es entonces una facción que controla, debate, rebate, aporta soluciones y genera controversias encaminadas a rectificar el rumbo, y evitar el riesgo de errar en la toma de decisiones gubernamentales.
Pero en Colombia ese respeto se perdió. La oposición en nuestro país parece ser ese enemigo que hay que acabar a como dé lugar y mediante los métodos más atroces. Y en virtud de ello es válido acudir a cualquier arma -incluyendo la persecución judicial injusta, arbitraria y perversa-; a cualquier argumento -así sean verdades a medias o declaraciones testimoniales falsas-; a cualquier método -sin excluir la manipulación mediática, el reparto de mermelada y la extorsión burocrática-; y a cualquier abuso de autoridad emanado desde los más altos estrados del poder.
Porque nuestra oposición no es aquella que piensa contrario al Gobierno, ni se manifiesta inconforme con las medidas adoptadas. En Colombia la oposición es aquella que se opone a las Farc, a sus desmanes, a las injustas concesiones otorgadas, a los actos terroristas y a los desafueros cometidos por un grupo minoritario que supo imponer sus condiciones y doblegó al país a su perversa voluntad.
¿Por qué para la Colombia enmermelada manifestarse en contra de las Farc hiere más que hacerle oposición a Santos? Manifestarse en contra del terrorismo se convirtió en tabú, en riesgo inminente y en blanco de amenazas provenientes de las mismas entidades del Estado. Es decir, oponerse al terrorismo, a sus actores, a los desalmados miembros farianos se convirtió en suicidio. ¡Habrase visto!
Pero así y todo somos muchos quienes nos resistimos a callar; somos muchos quienes no queremos vivir sometidos a delincuentes supuestamente regenerados que persisten en las amenazas, en las vías de hecho y en los abusos de poder (ahora disfrazados de disidentes); somos muchos quienes preferimos correr el riesgo de ser asesinados, aislados, excluidos o segregados antes que claudicar ante las aberraciones de supuestos reinsertados que persisten en su sistema delincuencial, hoy avalado por el Gobierno y una parte de la sociedad que permanece anestesiada ante las dádivas del poder.
¿A quién no le asquea, por ejemplo, ver a Timochenko atendido prontamente por el mismo sistema de salud que deja morir a diario cientos de colombianos inocentes? ¿Cómo no rechazar que a los personajes que han desangrado al país se les dé tratamiento de reyes, mientras millones de colombianos honestos, trabajadores y luchadores tienen que padecer hambre, enfermedades, ignorancia y olvido estatal? ¿Cómo callar ante los privilegios concedidos a los responsables de secuestros, mutilaciones, narcotráfico y asesinatos cuando las víctimas tenemos que soportar los rigores de un país desequilibrado por la corrupción, la desigualdad y el terrorismo? Pero manifestarse públicamente en contra de estas aberraciones se convirtió en un acto apátrida; gritar nuestro descontento con estas injusticias es llamar a que los amigos de las Farc nos tilden de uribistas, apelativo utilizado para descalificar a quienes no comulgamos con este gobierno débil, entregado y arrodillado.
La oposición en Colombia perdió el norte. Porque en un país cuyo Presidente tiene un escaso 12% de aceptación, lo lógico es que la inmensa mayoría pertenezca a la oposición, y que hasta los movimientos que antes acompañaron al Gobierno se estén desmontando apresuradamente de esa imagen nefasta. Por eso se han encargado de cambiar de foco. Y ese foco son las Farc. Ya nadie defiende al Gobierno (porque es materialmente indefensable), sino que se ataca a quienes no comulgamos con el terrorismo fariano; es un entendible mecanismo para devolver lo que el Gobierno ha invertido en mermelada.
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