Jorge Alberto Gutierrez


En el país encontramos ciudades bellas como por ejemplo Cartagena y Popayán; también encontramos ciudades que por su escasa gracia prefiero no nombrar. Manizales, por fortuna, nunca ha estado en ese innoble listado, no obstante que, en las últimas décadas, con las edificaciones que hemos visto aparecer, se está haciendo mérito suficiente para ser borrados de la corta y privilegiada lista de las ciudades bellas de Colombia.
Los momentos gloriosos de la arquitectura local inician con una admirable arquitectura que algunos llaman de la colonización antioqueña, una auténtica solución vernácula adaptada a la específica condición del territorio caldense. Pocos nos resistimos a la entrañable empatía que produce visitar una genuina casa de bareque del Paisaje Cultural Cafetero. Después de este episodio, se construye en la ciudad un excepcional repertorio de edificaciones republicanas que dan categoría de patrimonio cultural a nuestro centro fundacional. Al inicio de los años 40 del siglo pasado, los arquitectos locales saltan de la influencia francesa a los consistentes estilos victorianos (ingleses) para dar forma a las magníficas casas quintas del barrio Versalles. Después de la Segunda Guerra Mundial llega el boom de la modernidad y con ella las elegantes arquitecturas abstractas que fueron poblando los barrios Palermo, Belén, Palogrande y buena parte de la Avenida Santander.
Los gestores intelectuales de estas arquitecturas, algunos de ellos autodidactas, adaptaron los estilos mencionados a los sistemas constructivos locales, con la conciencia de que el edificio, sea cual fuere su origen, antes que destacar como pieza excepcional, debía integrarse a conjuntos urbanos armoniosos.
La debacle comienza en la década del 70 (s. XX). El mundo se revela contra cualquier dogma o estilo precedente. Miles de arquitectos se gradúan de escuelas que profesan una idea de “libertad creativa”, otorgando licencia de corso para concebir edificios tan singulares como la propia “genialidad” lo permita. Los planes curriculares de arquitectura se alivianan, se quitan las clases de estructuras, de matemáticas, también se reducen los cursos de historia, los de dibujo bajan al mínimo, los cursos técnicos casi desaparecen y, en una exhibición proverbial de amnesia histórica, poco importa ya pensar la ciudad en clave de arquitectura.
Esta falacia académica produce lo inevitable: edificios extravagantes o peor aún anodinos, con ridículos balconcitos en los que no es posible asomarse, forrados en cerámica sanitaria o empastados con armatostes de Dry Wall que intentan disimular la ausencia de una verdadera concepción artística; estos edificios se parecen cada vez más a las maquetas de cartón que los originan. Paulatinamente vemos como la ciudad se va plagando de reformas horteras, con planos firmados por profesionales irresponsables, que desmantelan lo que había sido concebido con elegancia.
En este contexto, quien más se beneficia es el especulador inmobiliario, que con una mano opera la calculadora y con la otra dirige el lápiz (o mouse) de arquitectos pusilánimes, incapaces intelectual y moralmente de defender la arquitectura de la avaricia. El “exitoso” estilema fundado y sostenido por los especuladores no va a generar una época memorable en nuestra cultura material. Es la primera vez en la historia de Manizales que no existe un sistema formal que le dé consistencia estética y armonía al conjunto de las nuevas edificaciones. Nuestros antecesores nos entregaron una ciudad bella, nosotros, de seguir así, dejaremos a la próxima generación una ciudad carente de atributos estéticos y de urbanidad; paradójicamente en el momento en el que proliferan los controles urbanos, las normas, los urbanistas, y sobre todo, los arquitectos.
PD.: Una buena noticia para la ciudad: la Universidad Nacional de Colombia Sede Manizales acaba de aprobar la apertura de la Maestría de Arquitectura.
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