Jorge Alberto Gutierrez


En los inicios de la Primera Guerra Mundial (1914-1918), un submarino alemán bombardeó el barco de la Marina Real Británica que navegaba con rumbo al mar de los caribes, llevando en su interior la torre número 20 del Cable Aéreo Mariquita - Manizales.
El tenaz recorrido por una de las más endemoniadas topografías de la cordillera central, que para ese entonces se hacía a lomo de mula o de buey requiriendo de diez o más días para dejar la carga que salía de Manizales en el puerto de Honda, y recoger la que venía de ultramar, sería resuelto con un cable aéreo de 73 kilómetros de longitud; 376 torres de acero, de entre 4 y 55 metros de altura se encargarían de soportar el cable más largo del mundo. La número 20 tenía que salvar los 55 metros del salto de Yolombal, pero su trágico encuentro con la guerra del 14 retrasó la construcción por dos años hasta que la ingeniería nacional resolvió el problema con una estructura “provisional” de madera que hoy por hoy se alza inmutable en el parque Antonio Nariño.
La compañía inglesa The Dorada Ropeway Extension recibió del gobierno nacional la concesión para la construcción de la visionaria empresa. James Ferguson Lindsay, ingeniero civil neozelandés, se encargó de construir la estructura. Afincado en Manizales con su familia y habitando una casa de aires palaciegos, se dedicó por completo a hincar las torres, construir 22 estaciones en Mariquita, Aguas Claras, Fresno, Soledad, Yolombal, Buenavista, La Camelia y muchas otras de nombres hermosos.
La Colombia de los años 20 se comunicaría por este sistema con Europa y los Estados Unidos para exportar el café, cuyas plantaciones pasaron gracias al estímulo del nuevo medio de transporte, de 40 millones de palos de café en 1920 a 95 millones en 1932, solo en el departamento de Caldas y, traer de regreso entre otras cosas, el cemento sueco para la construcción de la catedral neogótica en concreto visto que habría de erigirse con la pretensión de ubicar la ciudad en los escenarios del mundo.
Una vez dada la orden, los 1.120 caballos de fuerza repartidos simétricamente en 8 motores, impulsaron las vagonetas de carga. La expectativa había ido “in crescendo”, hasta que el 22 de enero de 1922 la población toda se volcó en las inmediaciones de La Camelia para inaugurar oficialmente, “con gran alborozo y fastuosidad”, el Cable Aéreo Mariquita - Manizales. “Oh gloria inmarcesible…”, cantaron todos con denodada emoción.
El entusiasmo y euforia y, sobre todo la pasión que se siguieron a la inauguración en el año de 1968 de la escuela de arquitectura en la estación motriz del Cable aéreo, La Camelia, tuvo fuertes intentos de saboteo, (ya habían empezado a chatarrizar las torres). Esta vez fue un grupo de “notables” de la ciudad, a quienes se les volvía agua la boca, pensando que aquel vetusto caparazón podía reducirse a escombros fácilmente y en su lugar construir el hotel de turismo, una “leyenda urbana” para la cual ya se había hecho una explanación en las inmediaciones de la Villa de Tomás de Kempis. Echar al traste aquella infraestructura y con ella todo el significado histórico que representa la ancestral edificación, poco importaba.
Muchas las discusiones, muchos los argumentos de ambas partes. De un lado, las directivas y profesores de la universidad y de la escuela, y del otro, los “progresistas” manizaleños, hasta que el gobierno nacional entregó sus instalaciones a la Universidad Nacional y más tarde fue declarada con lujo de detalles, como patrimonio cultural de la nación.
Hoy el peligro viene del microtráfico, que se ha tomado la plazoleta y los corredores como el lugar para el consumo y el consecuente jolgorio. Esas “fiestas” animadas de los fines de semana no son celebraciones de los pichones de arquitecto, son motivadas por los jíbaros desplazados de distintas “ollas” de la ciudad que se han venido instalando en lo que otrora fue el hábitat de uno de los más osados momentos de nuestra historia nacional, muchos de ellos provienen de la gotera que es el espacio que articula los campus de la Universidad Nacional y de Caldas, que se fue convirtiendo paulatinamente en un sórdido lugar donde hace poco se perpetró un homicidio a plena luz del sol. Las directivas de la Universidad se sienten maniatadas, porque conscientes de la fuerza pedagógica que subyace en la edificación no quieren excluir este patrimonio de la cotidianidad urbana de la ciudad, restringiendo el acceso. Fósforos y cigarrillos, fogatas, licor y sustancias psicotrópicas se campean por sus corredores, ciegas al peligro que semejante cóctel representa para una construcción de madera llena de planos de arquitectos y archivos de papel. Algo tenemos que hacer y con urgencia, nos asiste la responsabilidad histórica de salvaguardar un patrimonio que es y ha sido garantía de nuestra pervivencia como sociedad.
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