Jaime Escobar Herrera


El colombiano citadino está en deuda con la población rural. Solo mencionamos el sector campesino cuando queremos sustentar argumentos, con un significado de biodiversidad, ecología, producción agropecuaria, recursos naturales, áreas marginales, zonas con necesidades básicas insatisfechas o altos indicadores de pobreza presentes. Colombia es en su mayor esencia campesina; se debe a gente de humilde condición, labriega y pastoril, algunos mineros y pescadores.
Las zonas rurales han sido por décadas el escenario escogido para llevar a cabo la más cruenta manifestación de violencia, el conflicto de las bananeras, la guerra de las esmeraldas, la confrontación en las zonas marimberas y cocaleras, la violencia política partidista de los años 50, el marco del conflicto armado con grupos subversivos y paramilitares, la incursión de conflictos originados por las actividades del contrabando y en la actualidad la minería ilegal. Estos hechos han tenido una profunda repercusión en estas comunidades, las cuales no solo sufren el abandono y la desatención del Estado, sino también el accionar de los violentos, dejando muerte, barbarie y desesperanza.
Con seguridad en el posconflicto no se silenciarán las armas. Quedan motivos que incentivan la presencia de actores de la violencia; más de 160 mil hectáreas de coca y unas 7.000 de amapola, son un par de detonantes, pues en el lugar donde se encuentren se convierten en un atractivo para aquellos que luchan por un negocio tan lucrativo. Lastimosamente en esta circunstancia queda involucrado el hombre del campo, como actor obligado de una situación, muchas veces no compartida. La minería ilegal apoyada por mecenas con inmensos capitales y ejércitos armados protegiendo sus intereses, también afecta poblaciones enteras dedicadas a escarbar el lecho de nuestros ríos, buscando con el artesanal mazamorreo los preciados oro y platino.
Se escuchan voces que plantean las alternativas para los excombatientes después de la dejación de armas, pero no se conocen los programas que van a redimir la condición de vida de toda la población vinculada por más de cinco décadas como testigo presencial del conflicto.
Verificando el desempleo de los profesionales, la búsqueda de oportunidades laborales en el extranjero y la reticencia a trabajar en la provincia, sería conveniente aprovechar esta coyuntura para proyectar la universidad colombiana al campo. Reglamentar el último año de pregrado como servicio obligatorio, en las regiones donde no se tiene la presencia de profesionales de la Salud, Ciencias Agropecuarias, Geología, Ingenierías y Arquitectura, Sociología y Derecho, Artes y Lúdicas, es un ejercicio de doble vía. La población tendría acceso a información, conocimiento, tecnologías e investigación y el joven profesional serviría como asesor de la comunidad, teniendo la oportunidad de adquirir una valiosa experiencia. Sería además una gran oportunidad para que personas con un mejor nivel académico se involucren en la vida de la población y terminen haciendo parte de ésta. Es lógico pretender vivir en la ciudad por la comodidad y las mejores oportunidades, pero la idea es convertir nuestros campos en zonas de prosperidad para los oriundos y para quienes llegan.
Debemos contribuir frenando el veloz desplazamiento de los campesinos hacia los centros poblados. Las grandes capitales se rinden ante la llegada a diario de familias huyendo de la guerra y la adversidad, buscando en los cinturones de miseria una oportunidad. Es un incremento exponencial difícil de atajar y solo si lo hacemos en el sitio, antes del desarraigo, lograremos fortalecer la presencia del hombre del campo en su campo, evitando los conflictos sociales generados por el fenómeno del desplazamiento, donde una familia envuelta en el riesgo y la desesperación termina como actor principal de los problemas originados en los barrios de invasión.
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