Guillermo O. Sierra


Lo he dicho en diferentes escenarios: cada uno de nosotros es autor de su propio destino. Esto lo digo porque el orden de una sociedad no corresponde a una ley de la divina providencia ordenada para los seres humanos, así como tampoco los individuos tienen una naturaleza previa a su construcción como ser social. Para decirlo con otras palabras, la libertad, la justicia, la dignidad, la lealtad, incluso la felicidad, son un asunto político. De ahí que se entienda que cuando se habla de un orden social, se hace referencia a un orden político que debe tener como propósito el garantizar los valores mencionados. Esto no es otra cosa que la finalidad de un Estado, en el que esté fundada la eticidad, elemento imprescindible en la consolidación de una democracia.
Nuestra vida republicana nos permite entender que nosotros los ciudadanos no debemos estar sometidos a la voluntad de los demás; debemos ser dueños de las herramientas que nos permitan tener una vida digna y de calidad. Y la mejor herramienta es la misma Constitución Política de Colombia del 1991. El cumplimiento de ésta facilita la participación de cada uno de nosotros en la política, en aras de que evitemos acciones despóticas de los gobernantes. Y precisamente porque desde la academia he abogado por la formación de ciudadanía, soy un convencido de que ser ciudadano conlleva la autonomía para determinarse y no dejarse enajenar del mundo civil, para garantizarse su libertad y desarrollo personal, para el fortalecimiento de las capacidades y facultades, y poder lograr la plenitud de la intervención en la política.
Dicho esto, creo que debemos reconocer que el modelo económico actual nos está mostrando un camino inviable. Esta economía ha destruido vastas zonas del planeta, arruinando inmensos recursos naturales no renovables, haciendo que colapse el equilibro de la naturaleza. Hay suficientes evidencias empíricas que señalan que nuestro desorden social y político, nos llevó a equivocarnos frente a la naturaleza. Por eso creo, como lo dije en mi columna pasada, que “se requiere una transformación individual y colectiva para construir una sociedad y unas organizaciones sustentables.” Desde mi prejuicio se trata de una reforma (no sólo tributaria) moral y cívica. Para eso vale recordar que nuestra tradición republicana avala que cada ciudadano sea el protagonista político de un nuevo orden político de nuestra Nación.
Y en este nuevo orden debe estar contemplada la intervención del Estado que aplique políticas económicas inequívocas y transparentes, sobre todo en el ámbito fiscal, con el propósito de reducir la desigualdad en los ingresos. El crecimiento económico per se generaría situaciones de mayor inequidad en la distribución de la riqueza. Tampoco se trata de que a los ciudadanos nos sigan diciendo que tengamos mucha paciencia y que esperemos que el crecimiento económico genere la igualdad que se quiere; no va a ser la divina providencia la que solucionará esto.
A mi juicio veo un estancamiento de la clase media, sumado a la creciente deuda de los hogares, más un predominio del ámbito financiero que no presenta reglas claras. Desde aquí, convendría pensar en el exagerado incremento de los salarios de los más altos niveles, que desbordan la productividad de las empresas, sin dejar de mencionar el aumento de la educación, que hace más difícil el acceso a las universidades por los ciudadanos más pobres. Por eso creo que la reforma tributaria que se diseñe debe gravar con mayor intensidad el capital que los mismos salarios.
Pero, insisto, esta reforma tributaria, debe ir acompañada de una nueva forma de comportamiento civil de cada uno de nosotros. El nuevo orden que está sobre la mesa y que recorre estos territorios colombianos así lo requiere.
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