Guillermo O. Sierra


El 24 de diciembre nace Jesús, hijo de María y José. Este niño, luego convertido en hombre y en esperanza, es hijo de un carpintero y de una jovencita de 15 años. Nació en una aldea de Judea y vivió en Nazaret, una población marginada que pertenecía a Galilea. Con el tiempo hemos aprendido que Jesús es el ser que une lo divino con lo humano; la Tierra con el cielo; lo temporal con lo eterno. Por eso pienso que la Navidad es siempre un proyecto de humanidad renovada: Jesús nace y vuelve a nacer. El día emerge de la noche; y ésta se aclara y aparece el día. Es la renovación del tiempo y de la humanidad.
En este proceso de renovación he venido preguntándome, como profesor, en dónde nos deberíamos ubicar quienes pertenecemos a la educación superior. Hablamos con frecuencia de que este país necesita pensamiento, lo que implica contar con pensadores. De ahí la pregunta: ¿somos pensadores de moda o, al menos, nos acercamos a quienes se dedican de verdad a construir pensamientos? El historiador de arte Ernst Gombrich decía que “el verdadero artista es aquel que dialoga con su obra; el impostor dialoga con el público.” A mí me gusta esta afirmación, porque nos demuestra que desde la estética misma conviene pensar así en todas las disciplinas y ciencias. Solo los pares de cada una de éstas, les da autenticidad a quienes se dedican de verdad a pensar, y no lo hace el público en general. Entonces… quienes trabajamos en una universidad ¿en dónde nos ubicamos? ¿Qué clase de pensamiento producimos?
A finales del siglo XVII el mundo se había dividido en dos partes generales: la de los conservadores y la de los radicales; otros dirían la de quienes pregonan el orden, y los del progreso; la de quienes anhelan sociedades cerradas, y la de quienes prefieren sociedades abiertas. Unos y otros buscan siempre ordenar de manera rigurosa su vida a un sistema, o sea, a una serie de principios limitados, exclusivos y parciales (compartimentos, dirían los expertos); se vuelven o totalmente idealistas o completamente prácticos. Y ambos olvidan que tanto el orden como los cambios, la estabilidad como la variación, la continuidad como la novedad forman parte de los atributos fundamentales de la vida.
Por supuesto que un sistema es un instrumento conceptual, de pensamiento que tiene utilidad pragmática; al fin y al cabo cuando se enuncia un sistema se abren las puertas de la claridad intelectual, lo que permite tomar decisiones y acudir a las respectivas acciones. Pero, si uno se ubica en un pensamiento meramente analítico y le pone cuidado solo a los hilos, descuidando el tejido, las consecuencias de esta forma de pensar cerrada y excluyente, no son otras que la destrucción de la complejidad y de la urdimbre total. Y si la ubicación es en una postura exclusivamente abierta, de novedad, de considerar solo el futuro, se termina por renunciar a la inmensa riqueza de la existencia histórica.
Cuando se asume una única postura, como el individualismo o el colectivismo, el estoicismo o el hedonismo, la aristocracia o la democracia, y se pretende continuar con el hilo, siempre y en todo lugar, y no con el tejido, lo que se termina por olvidar es lo que significa propiamente el hilo, cuya función es la de contribuir con la complejidad y los intereses de la infinita trama de la vida misma.
Los himnos órficos dicen que los hombres somos hijos de la Tierra y de los cielos estrellados; para decirlo en palabras un poco modernas, somos hijos de la divinidad y de la bestia (aunque, claro, no se es muy respetuoso con las bestias). En fin. ¿En dónde nos ubicamos? Creo que la respuesta está en cada uno: si decide lanzarse al desastre, o elevarse a alturas de altísima existencia.
A todos los ciudadanos quiero decirles que mi mayor anhelo es que esta Navidad, época de renacimiento de la humanidad, les sirva para pensarse con mucha seriedad y que la felicidad sea el gran abrazo familiar.
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