Francisco Javier González Sánchez


Fiel a la tradición de las democracias de occidente, cuando Colombia adoptó la primera Constitución (Cúcuta, 1821), no dudó en establecer desde aquel entonces, que el “Estado” estaría organizado en forma de “República” y el “poder público” se encontraría dividido en las clásicas ramas legislativa, ejecutiva y judicial. Con excepción de las constituciones centro federal de 1853, la granadina de 1858 y la de Rionegro de 1863, Colombia ha vivido sumida, incluyendo el siglo XX y hasta nuestros días en una república excesivamente presidencialista. Tal situación puede explicarse entre otros, por la tradición y practicidad que genera el hecho de confiar en la figura omnímoda y suprema de caudillos, jefes, gobernantes, ministros, reyes, clérigos y patrones, fenómeno que se refleja en familias patriarcales a través de la figura del “jefe de la casa”.
El artículo 189 de la Constitución Política establece que el presidente es jefe de gobierno, jefe de Estado y autoridad administrativa. En las monarquías constitucionales y repúblicas parlamentarias como España, Inglaterra e Italia, las jefaturas están claramente divididas entre el presidente, como jefe de Estado y el llamado primer ministro, como jefe de Gobierno. Pero en Colombia, dichas funciones están concentradas en la figura del presidente y por eso, desde mucho antes de la Constitución de 1991, quienes han ostentado dichas dignidades no han podido desligar esas funciones. En particular, se han dedicado a ser “jefes de Gobierno” aplicando la política de sus ideales y de sus electores, como Uribe con su famosa y célebre “seguridad democrática”, pero han obviado su rol de “jefes de Estado” (estadistas) o sea de representantes del “poder público” que es como se les reconoce internacionalmente.
Una de las principales funciones como jefe de Estado (Artículo 188 de la Constitución Política), es la de propender por la “unidad nacional”. Y en ese sentido, cobra preponderancia “la Presidencia” como institución fundamental para la República. Lo que hagan los presidentes como jefes de gobierno, tiene poca relevancia internacional; pero cuando actúan como jefes de Estado, el asunto es a otro nivel y por eso a Santos le dieron el Nobel de la Paz.
En el año 2010, la Revista Semana publicó un estudio soportado en destacados historiadores nacionales, con el fin de mostrar los presidentes más importantes en la historia de Colombia: los tres primeros lugares se los llevaron los liberales Alfonso López Pumarejo, Alberto Lleras Camargo y Carlos Lleras Restrepo. Así las cosas, han pasado mas de 50 años, sin que Colombia haya podido contar nuevamente con un presidente de altura intelectual, moral y política que merezca ser reconocido como jefe de Estado o estadista.
El problema del narcotráfico, por ejemplo, debe ser resuelto con el talante de un jefe de Estado y no con glifosato, como hacen los jefes de Gobierno. Desde Misael Pastrana hasta el actual Iván Duque, los presidentes se han dedicado a continuar y desarrollar proyectos no partidistas, sino repartidistas de puestos y contratos, conforme a la escuela del Frente Nacional y que redujeron a los partidos Liberal y Conservador, a un papel similar al de la Casa de Contratación de Sevilla, donde se gestionan, depositan, endosan, permutan y comercializan votos y puestos.
La desinstitucionalización de la Presidencia, del Congreso y la crisis de la justicia, tienen en ascuas la estructura del poder público y su filosofía republicana. Por eso, quien quiera que llegue a ser el próximo presidente de los colombianos, está en la obligación de asumir con responsabilidad el rol de jefe de Estado, a ver si por fin tenemos una nación unida en la diversidad que no se mata, sino que dialoga entre sí.
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