Francisco Javier González Sánchez

La Registraduría Nacional del Estado Civil ha señalado que para las elecciones presidenciales del próximo 19 de junio se encuentran habilitados para ejercer el derecho al voto 39 millones colombianos, de los cuales 811.180 corresponden al Departamento de Caldas. Pero todo parece indicar que más de 20 millones no lo harán.
En el año 2013, la misma Registraduría junto con el Centro de Estudios en Democracia y Asuntos Electorales y la Universidad Sergio Arboleda realizaron una investigación sobre las causas del abstencionismo electoral en Colombia, que debería generar una seria y profunda discusión pública con el fin de plantear soluciones serias a dicho fenómeno. Por eso, quiero dedicar esta columna a los ciudadanos que por múltiples circunstancias no votan y que pocas veces son tenidos en cuenta en los cálculos y análisis preelectorales.
Cuando en las elecciones presidenciales de 1974 se retornó a las elecciones “libres” postfrente nacional, se pensó que ese 63% de participación electoral se mantendría en el tiempo, pero la realidad sería otra, pues salvo las elecciones del año 2018, cuando se eligió a Duque como Presidente, la participación sólo llegó a un 53%. En todos los demás procesos electorales, siempre han sido las minorías las que han elegido presidente, asunto que permanecerá y que sin duda cuestiona la legitimidad de tales mandatarios.
Aunque el voto es solo uno de los mecanismos de “participación” ciudadana, alguien podría pensar que el ciudadano promedio colombiano no vota, pero participa. Sin embargo, tal afirmación también es incorrecta, pues lo que muestran los estudios, es que los colombianos, especialmente los jóvenes, ni votamos ni participamos. Los informes realizados por “Manizales cómo vamos” reflejan el déficit que en materia de capacidad organizativa tiene la sociedad, lo cual puede explicarse entre otros, por la mentalidad proclive y occidental de los ciudadanos, de pretender desarrollarse de manera individual y no colectiva, alentados incluso por banales textos de superación personal.
En el contexto latinoamericano, Colombia presenta una de las tasas más altas de abstencionismo, situación que guarda estrecha relación con ser a su vez uno de los países más desiguales y pobres del mundo. El voto libre y voluntario, como en Colombia, tiene una profunda vocación convencional o remuneratoria; o sea, se vota en la medida de su “utilidad” o como mecanismo de preservación de intereses, especialmente patrimoniales. Por eso, quienes tienen estabilidad laboral y educación, son quienes más tienden a votar. Pregúntense, por ejemplo: los habitantes de la calle o las personas que se encuentran en situación de pobreza extrema, ¿qué razones tendrían para votar, ante una evidente ausencia estatal?
La corrupción, la compra de votos y la permanencia en el tiempo de problemas estructurales no resueltos como el narcotráfico, la violencia y la tenencia de la tierra, desestimulan al ciudadano en la posibilidad de ver en el voto una herramienta de transformación política y social. Es hora de revisar los instrumentos electorales para acercar el voto al ciudadano y no el ciudadano al voto.
Una jornada de 8 horas puede ser suficiente para una persona que vive en la ciudad, pero no para un campesino, que debe caminar, montar en lancha, ensillar bestia, ordeñar las vacas y cosechar antes de cumplir con el derecho y deber democrático de votar. El excesivo centralismo pregonado desde la ultraconservadora Constitución de 1886 y que aún permanece hasta nuestros días, ha conducido al fortalecimiento de un proceso electoral urbanizado, transaccional y discriminador que desconoce los derechos de los ciudadanos de los sectores rurales. Urge repensar el voto obligatorio, que disminuye el abstencionismo, el clientelismo y la corrupción. Para el abstencionista el Estado no existe.
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