Flavio Restrepo Gómez


La protesta social es un derecho consagrado en nuestra Carta Magna. El Artículo 37 dice: “Toda parte del pueblo puede reunirse y manifestarse pública y pacíficamente. Sólo la ley podrá establecer de manera expresa los casos en los cuales se podrá limitar el ejercicio de este derecho”. En el art. 12 dice: “Nadie será sometido a desaparición forzada, a torturas ni a tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes”. Pero va más allá cuando dice en el art. 22: “La paz es un derecho y un deber de obligatorio cumplimiento”.
Queda claro que la protesta es un derecho, no es un acto de anarquía ciudadana; debe contar con todas las garantías para que pueda realizarse de manera pacífica y ordenada, sin que pueda ser interrumpida o disuelta por organizaciones que acudiendo a la violencia, con el uso desproporcionado de la fuerza que dan las armas, fuerza bruta por supuesto, se conviertan en batallas campales que atentan contra la vida de los que en ellas participan.
La represión es “la acción de reprimir con violencia una sublevación, una manifestación política, social o la vida política de un país”. Usada de manera desproporcionada e injustificada, causa una hecatombe social, pone en peligro la vida de los que protestan y de los que reprimen, cuando es claro que ambos tienen un derecho irrenunciable a la vida.
Hemos sido testigos de una protesta que comenzó como la inconformidad con las decisiones que tomó el Estado, en cabeza de un presidente improvisado y sin preparación, y de su ministro, preparado pero mezquino y maquiavélico, para hacer una reforma tributaria.
No es que la riqueza sea mala. La riqueza, cuando generalizada en un pueblo, es demostración de bonanza y bienestar que se pueden lograr en medio del respeto a las normas y sumisión a las leyes, cuando incluye mayorías, sin olvidarse de los que son nuestros hermanos por nacionalidad. Lo malo de la riqueza es la concentración de la misma en poquísimas manos y clanes, causando la infranqueable brecha; aquí es un “derecho” de minorías, con el sometimiento de las grandes mayorías al olvido, la injusticia, la falta de los más elementales recursos para la supervivencia digna, sin que puedan tener las mismas oportunidades y derechos, que tienen los privilegiados.
Para que la represión tenga validez, debe estar soportada en órdenes judiciales o en la defensa, ante un peligro inminente para la vida de alguno de los miembros de esta sociedad. Aquí nada de eso se ha hecho dentro de la legalidad. Asistimos a una representación grotesca, que va dejando como saldo un gran número de heridos y no pocos muertos, como si la vida no tuviera el menor valor y los derechos de la gente pudieran ser pisoteados por las autoridades, sin apego a la ley, remedando una república bananera de verdad, y demostrando que somos una democracia de mentiras.
Los vándalos aprovechan la ocasión para hacer de las suyas con lo que no es de ellos. Ese vandalismo viene de delincuentes comunes y de personas que salen de la institucionalidad y se convierten en balandrones con “licencia para matar”. Las evidencias del uso excesivo de la fuerza por agentes de la institucionalidad, de armas de todos los calibres, han quedado registradas en todos los portales y medios de divulgación, incluidos los internacionales, convirtiéndonos en una vergüenza para el mundo, que critica con razón nuestra falta de cultura política, social y humana. Nada, ni nadie puede justificar a los vándalos, ni sus atrocidades.
La violencia es una “hija mal parida” en esta debacle patrocinada por el gobierno y sus instituciones. No podemos permitir que se vuelva cotidiana, como lo fue en épocas todavía no olvidadas. Colombia no merece ni la suerte de improvisación política y gubernamental, ni el vandalismo de delincuentes que están dentro y fuera de la legalidad. Necesitamos recuperar el Estado de Derecho, para comenzar a tener respeto por la vida, como el fundamento sobre el cual se edifica una nación digna.
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