Flavio Restrepo Gómez


Hemos sido testigos de ese espectáculo grotesco y burdo, con el que han presentado una obra de mala estofa, para mostrarnos la realidad de una Colombia que sigue siendo en la mente de sus dirigentes, una colonia al servicio de intereses extranjeros, poco preocupada por lo que ocurre aquende las fronteras.
La institucionalidad cede con sumisión ante las imposiciones de los foráneos, sin que demuestren nuestros dirigentes un mínimo de dignidad. El país se polariza; los extremos son satanizados como llamas ardientes, que consumen y dejan en cenizas todo lo que creíamos tener como pilares fundamentales de una democracia de verdad, venida a menos con la realidad cruda de una nación que es servil con los poderosos, con los que tienen el mando en sus manos, haciendo con él lo que les viene en gana, para desgracia de millones de habitantes de este platanal, tan desigual y tan injusto.
Creíamos estar en el siglo XXI, cuando la verdad, en lo político y en lo económico, seguimos siendo un país atrasado, rezagado, mal manejado y peor dirigido. No tenemos un norte. Vamos a la deriva, sin que parezca importarle mucho a nuestros dirigentes, políticos y burócratas. La desigualdad es pan cotidiano; la polarización es el modo natural en el que nos mantienen, para poder manejar este retazo de patria como quieren, sin que les importe que el único afán sea el de beneficiarse a sí mismos y a sus grupos de seguidores cercanos, vividores crónicos de los dineros públicos, que han destrozado y malversado, haciéndose a fortunas impensables, en una sociedad de verdad, en la que la justicia, la igualdad y el orden institucional al servicio de la población, sean lo que los afane o preocupe.
Eso sucede en lo central, pero hace metástasis en la periferia y se ve hoy en prácticamente todos los departamentos y municipios del país, en los que unos privilegiados, salidos de la nada, se hicieron dueños de todo, incluido el poder de decidir por los otros, para con gula insaciable, hacerse a fortunas, sacadas de los bolsillos de los contribuyentes. Reeditamos a diario los peores momentos vividos en tiempos de conquista, con señores feudales, que han vuelto a crear sus propios paraísos, y ciudadanos a los que ven con disimulado desprecio como esclavos a su servicio. Estamos en la reedición de una república bananera y colonial.
Parece cuento, pero no lo es. No es sino preguntarse quiénes son los que ostentan el poder, la mayoría con mucha indignidad, para comprobar que son los mismos grupos poderosos que se han hecho dueños de todo, se apropiaron de cuanto les ha vendo en gana: dinero, tierras, baldíos. Pero como ellos mandan, todos tienen la obligación de obedecerles, so pena de ser sometidos al aislamiento, la persecución o el desplazamiento.
Desplazamiento en lo literal y en lo figurado. Millones de colombianos que han perdido sus raíces, sus terruños, acorralados por una violencia sin límite, implacable e impune. Millones de colombianos sacados del campo para engrosar las ya grandes poblaciones de indigentes y desempleados que tenemos en Colombia. Personas a las que les arrancaron de un tajo todo lo que tenían y habían heredado de sus ancestros, para convertirlos en simples olvidados, que viven del rebusque, el empleo informal o el desempleo, cuando no, obligados ante la necesidad, a hacer parte de la ilegalidad y convertirse en miembros de bandas emergentes que inundan nuestra nación. La violencia hace parte del cotidiano como un modo de vida, frente a la cual el Estado no hace nada efectivo, distinto a golpes que le sirvan de propaganda para simular que estamos en un país decente, cuando la evidencia demuestra nuestro atraso en lo ético, lo moral, lo económico y lo social.
No podemos seguir indiferentes ante nuestra realidad cruda, una Colombia de desigualdades e injusticias, en la que pocos son dueños de todo y millones propietarios de nada. El derecho al trabajo, la vida, la educación, la salud, la vida digna, no puede seguir siendo un incontable número de leyes inanes, que prometen todo y no cumplen nada.
Colombia no resiste más esta desigualdad infranqueable, esta brecha inmensa que nos mantienen en el subdesarrollo y la pobreza. Mientras no tengamos verdaderas oportunidades para todos, la violencia y la desigualdad tendrán siempre una disculpa para actuar al margen de la ley.
“O cambiamos, o nos cambian”.
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