Flavio Restrepo Gómez


El término corrupción como una realidad que altera el engranaje social y legal, se encuentra definida como “la acción humana que transgrede las normas legales y los principios éticos”.
Según la RAE, en la primera acepción es la “Acción o efecto de corromper o corromperse”; en la tercera es el “Vicio o abuso introducido en las cosas no materiales”. Pero va más allá cuando en la cuarta dice que “En las organizaciones, especialmente en las públicas es práctica consistente en utilización de las funciones y medios de aquellas en provecho, económico o de otra índole, de sus gestiones”.
Para los autores más avezados: “La corrupción tanto administrativa como política se refiere a los delitos que se cometen en el ejercicio de un cargo público, para conseguir una ventaja ilegítima, acto que se comete de manera secreta y privada”.
Sus formas son muy variadas, han ido matizándose detrás de esplendorosos pero falsos ropajes, que visten de lujo lo que realmente es un lodazal moral y ético. Entre ellas están: el soborno; el tráfico de influencias (cuando un funcionario busca el favor de alguien allegado o amigo, con el que tenga negocios turbios, por ejemplo); las actividades que involucren una posición o un trabajo de beneficio; el peculado, con el cual un sujeto se enriquece de forma ilegal en perjuicio del Estado y de la sociedad. El uso provechoso de los bienes públicos, el uso de materiales y equipos distintos al objeto de su compra, son entre otros algunas de las formas de peculado.
Estos actos de corrupción no nacen por generación espontánea, son el resultado de la ausencia de valores, la falta de conciencia social, la retorcida de educación, con una cultura sin cimientos éticos, con una visión de lo público distorsionada, llena de paradigmas negativos, sin vergüenza alguna en su ejecución, formando una cascada inagotable de riqueza e impunidad.
Es en buena parte al libertinaje de que gozan, que algunos burócratas insensibles, carentes de principios aprovechan la concentración de poder y la solidaridad partidista. Una desgracia que hace parte de nuestro cotidiano, ante la que la mayoría de la gente se queda callada, convirtiéndose, en cómplice de los delincuentes que tenemos en nuestras instituciones, esos que hipócritas y cínicos, se presentan como limpios y transparentes, hacen la pantomima de rendir cuentas, pero ríen de la ingenuidad engañada de los que los rodean. Tenemos varios que son expertos timadores, enriquecidos con los recursos públicos. Ellos saben quienes son.
La corrupción pública no es un mal menor, su impacto es de tal proporción y fuerza, negativa por supuesto, que con sus acciones delincuenciales producen un efecto negativo entre los ciudadanos, consolidando la desigualdad social. Políticamente es la conformación de una red de cómplices entre los nombrados en cargos de dirección o manejo, con las élites económicas y los jefes de las fuerzas a las que pertenecen.
En estos lares existen esos delincuentes de cuello blanco, posando de honestos, cuando en sus manos han acumulado riquezas inmensas con la contratación pública. Se creen invulnerables y gozan de la impunidad que da el presentar obras llamativas de ejecuciones presupuestales inmensas, que son apuntaladas en el valor del capital adjudicado a las mismas, sin que les importe el valor de la mano de obra y el trabajo generado, que es en el capital, no en el sudor del que trabaja, en lo que tienen la fuente inagotable para apropiarse de lo público, cometiendo delitos típicos, antijurídicos y culpables.
Para defenderse tienen a los cómplices y los testaferros, esos idiotas útiles que les sirven para esconder el producto de lo robado. No entiende uno cómo pueden dormir tranquilos, sabiendo que se apropiaron de dineros destinados a obras, infraestructura, bienes y servicios para la gente del común. La verdad es que para ser funcionario público acrisolado se necesita tener las manos limpias, la conciencia tranquila, el sentido de la honorabilidad como bien mayor y no como una bagatela sin precio, sin escrúpulos, que nos sale muy costosa.
¿Por qué una ley anticorrupción necesita de una consulta popular? ¿Por qué necesita umbrales más altos que los obtenidos para ser nombrado presidente? Simple, porque desterrarla, le haría perder el poder seductor al ejercicio de la política y la gula insaciable de que se acompaña.
Bien lo decía Ruy Barbosa de Oliveira: “De tanto ver triunfar las nulidades, de tanto ver prosperar la deshonra, de tanto ver crecer la injusticia, de tanto ver agigantarse los poderes en manos de los malos, el hombre llega a desanimarse de la virtud, a reírse de la honra, a tener vergüenza de ser honesto”.
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