Flavio Restrepo Gómez


Gobernar es un arte noble, que se supone, en teoría por lo menos, está reservado para los mejores representantes de una sociedad. Pero la realidad que se ve en el ejercicio de la política es que ha sido degenerada por cuenta de un ejercicio de la misma falta de principios y carente de ética.
A los puestos de mando no llegan los mejores y los más preparados, como la gente esperaría. No, llegan muchos de los peores representantes que tiene una sociedad. Aunque lo personal no debe ser fuente de preocupación ajena, en el derecho inalienable al libre desarrollo de la misma, determina sin equivocación y con certeza cómo será el manejo de lo público, ese sí, obligatoriamente sometido al escrutinio público, con la obligación de responder a la comunidad donde ejercen los puestos de poder, por sus acciones y omisiones y por el no cumplimiento de los deberes que tienen quienes se lanzan al ejercicio de la función pública.
Aunque no es de esperar que sea distinto, cuando en lo personal hay tantas fallas, la expresión que ellas tienen en el desarrollo de las actividades públicas no puede reflejar un comportamiento distinto. Al fin de cuentas, cada persona tiene un modo y una manera de comportarse, que lo caracterizan y lo hacen diferente de los otros, expresadas como la firma personal, característica de los quehaceres de la vida burocrática.
Toda gestión y su gestor tienen críticos, seguidores y aduladores. Eso no es una novedad. Lo que es incomprensible es que se adule y siga con fervor sin par, el desatino, la falta de coherencia entre lo que se piensa, se dice y se hace, esa trilogía que cuando coherente caracteriza a los mejores, diferenciándolos de la gran mayoría de mediocres que nos gobiernan.
¿Qué podía esperar una ciudad, sus ciudadanos, de una administración pública ejercida por una persona como Marín? ¿Se podían esperar mutaciones espontáneas salidas de la nada, de alguien que tiene los antecedentes que él mismo hizo públicos? ¡No! Está ahora la ciudad sometida al caprichoso azar de lo que él públicamente expresó y que era desconocido para mayoría de la gente, que al final terminó eligiéndolo. Fueron las “confesiones” que hizo en el acto de los pastores en el que públicamente habló, contando pormenores desconocidos de su vida.
Esperar algo distinto de alguien con los graves problemas que públicamente confesó es una utopía, salida de una realidad paralela en la que todo el mundo está equivocado menos él, demostrando que no tiene la capacidad personal, ni la conciencia serena para someterse a la autocrítica.
Ahora está la ciudad sometida a los vaivenes oscilantes de su personalidad, con comportamientos que se compensan con actitudes que pisotean la razón, esas que tienen directa repercusión sobre la manera como gobierna, que en definitiva son las que le hacen daño a un conglomerado que no estaba al tanto de sus peculiares condiciones personales.
Por eso hoy Manizales es un barco a la deriva, sin brújula, sin norte, sin una bitácora sólida, en medio de una marea embravecida por los acontecimientos inesperados de la naturaleza, que la llevarán al naufragio si no se toman las medidas que corrijan la situación ahora, antes de que el desastre sea una realidad inevitable, que terminarán pagando los que viven en la ciudad, sin que hayan firmado acuerdos de codeudores.
La política en Colombia se convirtió en un espectáculo de egos altisonantes, en el que lo que importa son las capacidades para hacer propaganda sobre lo superfluo, sin que se den o muestren soluciones reales a los verdaderos problemas que afronta la gente. Una calamidad que la ciudad y sus habitantes pagarán con intereses de usurero, sin que sus problemas reales les preocupen a los que los que para su desgracia los gobiernan.
Ese estilo de política propaganda, tan arraigado ahora en Colombia, les cuesta mucho dinero a los contribuyentes, sin que se vean los beneficios o las acciones que se toman para retribuirlo o protegerlo, en momentos en los que vivimos una situación que ha roto todo lo que estaba planeado. Está llegando la hora de ponerle el “tatequieto” a Marín.
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