Efrain Castaño


El 18 de mayo de 1875 un terremoto derriba el templo en construcción ya muy adelantada en la plaza principal de la naciente Manizales, pues contaba apenas con 26 años de fundación; pero el ardor de esta raza no se dejó llevar ni de la rabia ante el revés, ni del desánimo, sino que a los pocos días ya estaba en la tarea de construir un nuevo templo, donde se congregaba la población para encontrarse, orar juntos, alimentar la esperanza, fortificar la familia y la sociedad.
Nuestros antepasados creían en el progreso y por ello lograron construir ciudades, culturas, países, familias, senderos de futuro mejor; la esperanza era su empuje, tenían fe en el sentido de la vida, el amor era alimento de sus corazones.
No iban a la deriva o sin metas para alcanzar; en unidad buscaban mejorar todo, avanzar con entusiasmo y valentía para vencer obstáculos; así como los barcos y aviones llevaban un “manual de ruta” ellos sabían bien para donde se dirigían.
El miedo o la inseguridad no eran parte de su equipaje vital; se sabían peregrinos avanzando hacia metas que procuraban el bienestar de todos; el ataque mutuo, la destrucción de proyectos ajenos, el insulto o burla no eran expresión de su vocabulario; sabían entregar lo trabajado con afecto social y los sucesores continuaban sin denigrar del pasado lo recorrido creando novedades útiles para todos; lejos estamos de ese escenario.
Hoy se habla mucho y con razón de la preocupación por el aumento del consumo de estupefacientes, de drogas con nuevas presentaciones; se acude a ello sumando el suicidio y la autoflagelación en compañía de un aburrimiento cansino y en aumento.
No es de extrañar, pues hemos destruido la audacia para vivir, las ganas de trabajar por los demás, el deseo de dejar huellas de prosperidad; hemos borrado los valores de trabajo, ardor, lucha, valentía y caímos sólo en la actitud de protesta por todo, de condena a todos, de cerrazón ante el futuro; casi nos ponen a gritar: “sáquenme de aquí”.
Hoy, sobre todo los creyentes, si pretendemos llegar a una generación que teme el desastre inminente, tenemos que ser personas esperanzadas. En la misa hay un gesto que me parece sostener esta esperanza: llevamos al altar el pan y el vino como confesión de fe en el valor de los creados que puede ser bendecido y unido al proyecto de Dios sobre la humanidad. Hay un “manual de ruta”.
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