Eduardo García A.


Cuatro años a bordo de mí mismo, de Eduardo Zalamea Borda (1907-1963), uno de los más inquietos promotores de la literatura premacondiana, además de gran cronista, es la bitácora de un viajero que va en la propia nave del desarraigo. Un bogotano, un cachaco, que se aventura al exótico país de la costa. Un joven de 17 años deja todo lo suyo en 1923, en épocas de don Pedro Nel Ospina, bajo cuyo gobierno ocurrió la matanza de muchos colombianos y se va a pagar el pecado de ser blanco. Lo vemos viajar por el río Magdalena, para llegar a Barranquilla y después a Cartagena y la Guajira, fascinado por los muslos de las negras y los senos de las hetairas en los bares a donde lo lleva un dipsómano holandés. Para el bogotano es imperioso renegar de la piel blanca e ir a la caza de las negras que ve como en sueño, en la noche febril de las hamacas, espantando mosquitos, limpiándose el sudor y bebiendo a pico de botella el licor necesario para vencer el insomnio.
Cuatro años a bordo de mí mismo, publicada en 1934, cuando el autor tenía veintiséis años, es la lucha desesperada de ese joven por descubrir su cuerpo. Es además la novela de quien está dispuesto a deshacerse de los alejandrinos de Guillermo Valencia, los discursos de Pedro Nel Ospina y las tísicas tertulias de La gruta simbólica bogotana. La obra de un muchacho andino dispuesto a descubrir la tierra exótica del Caribe, en una época en que la fría Bogotá ejercía su más despiadada dictadura. Y tras el drama de tal búsqueda se descubre que pese a todo no podrá ser más que un rolo, un cachaco que en la costa vive la efímera aventura de su juventud. Tanto aquéllos como éstos sabían que estaban condenados a ser forasteros.
La Vorágine fue la huida hacia la selva. El hombre bajo la tierra, del también gran novelista urbano Osorio Lizarazo, ignorado en latinoamérica, es la historia de un manizalita que huye hacia las minas antioqueñas en busca de vida. Cuatro años a bordo de mí mismo es La vorágine de la costa. El joven personaje se despide del capitán en un pueblecito llamado “El pájaro” y se queda para acompañar a un cartagenero blanco que ha sido herido por los hermanos de la india con la que se acostaba. Hay mucho de artificial en el relato de este muchachito raquítico que convive con indias, mestizos y negros en las estepas de la Guajira y que sortea con éxito las intrigas de contrabandistas y asesinos. Pero a través de esa historia coloca a los colombianos de distintas regiones, opuestos por su temperamento, a convivir alejados en la esquina más extraña del país, y así exprime de ellos todas las pasiones para crear una metáfora que hoy todavía está viva. El personaje vive cuatro años en la Guajira y al final nos cuenta que todo su esfuerzo ha sido vano y que de nuevo regresa a las alturas andinas, después de convivir con muchos cuerpos de negras e indias apasionadas como Enriqueta. Sólo a través de la ficción conquista la poca de que hacía falta.
Treinta y tres años antes de Cien años de soledad, un bogotano trata de recuperar la tierra caliente sin recurrir a lo pintoresco. Muchas novelas de aventura de selva y de llano se habían escrito hasta entonces (1934), pero Zalamea Borda, al desnudarse en el texto, nos da una visión más íntegra, otorgando al paisaje una perspectiva interior, inédita hasta entonces. Hay en la prosa del autor bogotano un viento que remueve las palabras y las pone a viajar desesperadas en un remolino de visiones. No hay un plan, un objetivo, una moral, a través de los cuales el novelista quiera mostrarnos un problema social o sus remedios posibles. Osorio Lizarazo era un biólogo de la novela social. En cambio Zalamea nos habla de la muerte y del amor sin recurrir a tesis o lamentos. Así son las cosas, nos dice, y lo que hace es abrir su alma a quienes quieran acompañarlo por las regiones del olvido.
Cuatro años a bordo de mí mismo no es precursora de nada, ni abre caminos ni precede a la obra de García Márquez, a quien descubrió como cuentista en el suplemento literario de El Espectador, a finales de la década de los cuarenta. El hecho de que Zalamea haya escrito esta novela a los veinticuatro años no agrega ni quita nada a su testimonio y no desmerece por las posturas que se observan durante su lectura. Por ejemplo, las mujeres aquí son todavía lejanas, de music-hall, como las de Vargas Vila, que murió, según dicen, célibe, después de redactar treinta novelas sobre el acto sexual. Zalamea nos escribe una larga excitación sexual adolescente de trescientas páginas que sigue viva un siglo después.
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