Eduardo García A.


A fines de siglo XIX, como antes en el siglo de la Ilustración, el París metálico visitado por los poetas modernistas Rubén Darío y José Asunción Silva, que era el París de Verlaine y Mallarmé, impresionaba junto a la Gare Saint Lazare a los viajeros que llegaban por tren desde Le Havre tras cruzar el Atlántico.
Todos esos avances quedaban grabados en la memoria de los latinoamericanos que habían cruzado el mar y ahora se disponían a regresar para siempre a sus pagos, cargados de ideas y ritmos nuevos. Porfirio Díaz, el dictador mexicano afrancesado, reposa en un cementerio de París después de hacer de su capital una copia de aquella, aún visible en recodos ruinosos de la Colonia Roma y Santa María la Ribera. Cuervo, el colombiano coautor del gran diccionario murió en París. El sabio Ezequiel Uricochea enseñaba árabe y culturas levantinas en Europa; Rubén Darío, el líder modernista, era el más europeo de los europeos, él, quien se decía «muy antiguo y muy moderno» y a la vez muy indio.
Además de Miranda y de Bolívar, la lista de personalidades latinoamericanas devoradas por Europa sería interminable, pero habría que destacar en especial ese maridaje literario total de los decimonónicos latinoamericanos con las principales corrientes europeas. La novela es romántica, realista y naturalista como la europea. La poesía es romántica, parnasiana y simbolista como la europea. Se sigue a Atala y René y a Pablo y Virginia al pie de la letra; el héroe de la María de Jorge Isaacs regresa desde el Viejo Mundo a los valles cálidos del Cauca; los soldados invasores franceses de Louis Napoleón Bonaparte se enamoran de las Clemencias mexicanas de Ignacio Manuel Altamirano, y Fernández, el protagonista finisecular de la novela De sobremesa de José Asunción Silva, toma éter y absenta en París y regresa a fracasar en la fría Bogotá de las alturas andinas.
Llegan luego los tiempos de los modernistas Enrique Gómez Carrillo y José María Vargas Vila, grandes best-sellers latinoamericanos que fueron leídos en todos los rincones del continente y cuyos libros llenaban las alforjas de los jinetes desde México hasta la Patagonia. Escribían desde el mundo inaccesible, desde Venecia, París y Florencia, desde la Isla de Rodas, El Cairo o Calcuta y vendían exotismos de Viejo Mundo y Tierra Santa a poblaciones autodidactas ávidas de saber, democracia y civilidad. Gómez Carrillo y Vargas Vila fueron los García Márquez y los Vargas Llosa del modernismo. Triunfaban y viajaban de capital en capital en grandes hoteles que sólo visitaban los millonarios viajeros. Superficial el primero, pero buen cronista; insoportable y pomposo el segundo, ambos hoy olvidados, representaron el arquetipo de latinoamericano europeizado y globalizado de entreguerras que reinó hasta el «boom». Mientras esos dos viajeros triunfantes miraban Venecia y París desde sus balcones, el látigo de los numerosos tiranos latinoamericanos surgidos de la «Independencia» caía desde el Río Grande hasta la Patagonia sobre las espaldas de los siervos encargados de extraer las riquezas de esa tierra que volvió a encontrar defensores en los grandes telúricos José Eustasio Rivera, con La Vorágine, Rómulo Gallegos con Doña Bárbara y Canaima y Ricardo Guiraldes y Horacio Quiroga, entre muchos otros.
Más tarde, hacia mediados del siglo XX, esas élites literarias europeizadas estarán compuestas por Miguel Ángel Asturias, quien fascinó antes en los años 30 con sus Leyendas de Guatemala y por otros como César Vallejo, Alfonso Reyes, Vicente Huidobro, César Moro, Alejo Carpentier y Jorge Luis Borges. En los años 60 tocará el turno a los reyes del «boom» Julio Cortázar, Juan Rulfo, Mario Vargas Llosa, Guillermo Cabrera Infante, Carlos Fuentes y Gabriel García Márquez, figuras emblemáticas de esa nueva América Latina a la vez próspera y ávida de revoluciones. Y de lado de los escritores europeos no hispánicos ávidos de contar este lado recordemos a Voltaire, Chateaubriand, Tocqueville, Michaux, Artaud, Breton, Roger Caillois, Levi-Strauss, Le Clezio, Malcolm Lowry, D. H Lawrence, Graham Greene, Witold Gombrowicz, Cristopher Isherwood y muchos más.
Dos grandes corrientes de ese americano de Europa se deslindan a mediados del siglo XX: a un lado, por supuesto con matices, los exaltados del «boom», al otro, los ancianos precursores de la generación de humanistas polígrafos encabezada por el mexicano Alfonso Reyes, en la que figuran Pedro Henríquez Ureña, Arturo Uslar Pietri, Germán Arciniegas, y por supuesto, Jorge Luis Borges.
Los primeros agenciaron cierto neotelurismo exacerbado con sus discursos latinoamericanistas llenos de héroes, flores, cacatúas, tucanes y cocodrilos, y los otros, ya declinantes y aparentemente pasados de moda, ejercieron la reflexión, el ensayo, el fragmento, en la pausada y modesta madurez del diálogo y la tolerancia civilista y democrática, abierta a los saberes milenarios del Viejo mundo. A todos ellos hay que leerlos con sus diferencias, porque se complementan y abrir sus libros o memorias siempre será una fiesta.
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