Eduardo García A.


Hasta antes de esa explosión cultural de los años 60 del siglo XX, expresada en Colombia en excelentes revistas literarias como Mito y Eco, la élite literaria del país estaba conformada de manera dominante por los herederos de la autista dirigencia de la sabana bogotana liderada desde la ultratumba por Miguel Antonio Caro y sus aliados del notablato provinciano, en especial payanés, como Guillermo Valencia, cuya palabra era la única escuchada como salmodia desde los altavoces de la Avenida Jiménez con carrera séptima.
Fuera de ella sólo quedaba la tuberculosis, la marginalidad, la sífilis, Julio Florez, Barba Jacob y Osorio Lizarazo. El asesinato de Jorge Eliécer Gaitán el 9 de abril de 1948 es simbólico porque con esa muerte se quería acallar la voz naciente del negro, del provinciano, del plebeyo, del socialista de los barrios bajos. Pero al matar al símbolo y desatar la caja de Pandora de la Violencia, se generó un proceso que condujo a la liberación de las fuerzas intelectuales del país. Gabriel Garcia Márquez vendría a ser el símbolo máximo de este fenómeno: el muchacho escuálido y pobre de provincias que presenciaba en Bogotá el acontecimiento mayor del siglo terminaría por encarnar ese cambio y realizaría una obra rebelde que habla de esos desplazamientos y esas diásporas. Cien años de soledad es la historia bíblica del desplazamiento de la « ignara plebe » colombiana, es la increíble y triste historia del pueblo colombiano que culmina con el Premio Nobel en Estocolmo.
Gran parte de la élite literaria del país de fines del siglo XX y comienzos del XXI ha estado conformada en gran parte los hijos y nietos de los perseguidos por la violencia de mitad de siglo XX, por los descendientes de esos desplazados víctimas de la temible Violencia, cuando se quiso eliminar a la oposición a sangre y fuego. La vasta generación de escritores e intelectuales colombianos de las últimas generaciones, abocados desde distintos ángulos a explorar el drama del país, surge precisamente de esa licuadora y de esa movilidad provocada por los incesantes desplazamientos de la violencia de mediados del siglo XX.
¿Cómo se dió se operó la contrarrevolución del « realismo » precarrasquillano en la literatura colombiana reciente? Desde hace poco los representantes de esa « paraliteratura » fueron lanzados con éxito de ventas y de crítica como los salvadores de la literatura local, con una narrativa autista, de escándalo, autobiográfica y neocostumbrista, descuidada, pre-vargasviliana y pre-carrasquillana, llena de sicarios, putas, efebos, asesinos y narcos, que ellos proponen como el gran descubrimiento y el tiro de gracia para el « realismo mágico » y su líder García Márquez.
La sicaresca y otras variantes periodísticas y guionísticas de la misma, en las que sin duda habrá tal vez algún autor de talento, ocultó a la excelente « Generación de la librería Buchholz » surgida en los años 60 con autores de alto nivel como R. H. Moreno Durán y Cruz Kronfly, entre otros. Después de años de actividad de esa generación, al pensamiento sucedió el vil escándalo como estrategia y al fascinante tejido de la prosa, la fácil retahíla de los improperios prevargasvilianos.
A esto se agrega la astucia comercial de los editores, bajo órdenes estrictas de las mal globalizadas multinacionales de la edición, que encontraron en sicarios y sicarias enamorados, y bandidos y prostitutas con fondo de la violencia folclórica, una excelente vía para relativos éxitos comerciales locales de índole telenovelesca. O sea la imposición en Colombia de ese « realismo histérico » paisa que el crítico inglés James Wood fustiga como fenóneno comercial impuesto también en la novelística anglosajona.
La monotemática sangrienta y costumbrista de los escritores colombianos recientes comienza a hartar y deja poco a poco de ser negocio para editores y escritores carentes de imaginación, lo que genera esperanza de resurgencia de otras literaturas más complejas. El terreno de cultivo para esta impostura reciente de la narrativa sicario-policial colombiana fue, por un lado, el silencio meláncólico y hasta comprensible de esas lúcidas generaciones de autores posteriores a la revista Mito y, por otro, a la carencia de análisis crítico. El caballito de batalla es muy simplista: el realismo mágico ha muerto, sólo se puede escribir costumbrismo sobre temas de violencia con frases cortas de papilla insípida. Olvidan que el realismo mágico es tan viejo como la humanidad y está en las grandes sagas y libros sagrados.
Por eso es pertinente reestablecer los puentes con las generaciones de Mito y Eco, que tenían una visión moderna, pausada, de lo que se hacía en Colombia y a su vez creaban vasos comunicantes con la cultura mundial sin los complejos del mesianismo latinoamericanista. La espléndida literatura colombiana moderna, hija de la generación de Mito y de la librería Buchholz, con tres generaciones en activo de poetas, ensayistas y prosistas ocultos, merece un destino mejor. Y ese destino se conquista con el debate y el retorno al arte como rebelión y apuesta.
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