Eduardo García A.


Carlos Monsiváis (1938-2010) fue una de las figuras más notables de la cultura mexicana en la segunda mitad del siglo XX y perteneció a una generación de autores, que como sus grandes amigos José Emilio Pacheco y Sergio Pitol, despuntaron de manera precoz en los años 60, al mismo tiempo que México irrumpía como una potencia económica y diplomática regional de gran envergadura. La peculiaridad de Monsiváis es que fue un cronista de la cultura popular mexicana, en especial de la Ciudad de México, y en sus escritos periodísticos exploraba con minuciosidad habla, artes, culinaria, cine, cabaret, barrio, música, bares, cantinas, museos, mercados y todo tipo de actividades que sucedían en la gran urbe capitalina.
Desde muy joven publicó algunos de sus libros más conocidos en la editorial ERA, exclusiva casa moderna que lanzó a muchos autores en esas décadas de auge incontenible del libro y a la vez editó obras claves del ensayo y el pensamiento latinoamericano que circularon en todo el continente con las bellas portadas y diseños de Vicente Rojo, el portadista de Cien años de soledad. Con Elena Poniatowska y José Emilio Pacheco, constituyeron un trío de autores de éxito cuyos libros eran devorados por las nuevas generaciones de lectores. ERA publicaba además traducciones de autores internacionales de éxito como Malcolm Lowry o Carlos Castañeda y clásicos latinoamericanos como el Paradiso de José Lezama Lima. De sus prensas salieron libros importantes para entender el México profundo indígena, como los de Fernando Benítez, que eran ilustrados ampliamente con fotografías y fascímiles de códices prehispánicos.
Monsiváis se convirtió pronto en un ícono cultural de lo mexicano. Vivía con su madre en un tradicional barrio del centro de la ciudad de México rodeado de gatos y objetos que compraba en los mercados de viejo y coleccionaba con manía y desde ahí viajaba en permanencia a distintos lugares del país y del mundo para hablar de temas tan curiosos como los usos de la palabra chingón o la estética de lo naco. También exploraba con gusto las remanencias de lo mexicano en los estados del sur estadounidense, en especial en las ciudades californianas de San Francisco y Los Ángeles, donde tenía una amplia corriente de seguidores y a donde solía ir para ver en su concreta efervescencia el mundo sincrético de lo pachuco, los Low Riders de Market Street en la ciudad donde cuelga sobre la bruma el Golden Gate. Días de Guardar (1971), Amor Perdido (1976), Nuevo catecismo para indios remisos (1982) y Escenas de pudor y liviandad (1988) son algunos de sus libros, conformados por crónicas publicadas en múltiples medios.
Tenía un rostro peculiar con una inconfundible cumbamba y un belfo pronunciado, era petizo, rechoncho y corpulento y usaba gafas de intelectual cegatón. Solía usar jeans, camisas coloridas de cuadros y chaquetas de cuero, vestía siempre informalmente y tenía un gran sentido del humor, gran gusto por chismes y cotilleos y aunque nunca fue un militante abierto y radical por la causa homosexual, tal vez por discreción o pudor, se volvió poco a poco el hermano mayor de la causa LGTB mexicana, que despuntó en México en esas fechas y cobró intensidad después de la irrupción del sida, como bien lo plantea Braulio Peralta en su libro sobre el cronista.
Nada de la cultura mexicana le era ajeno, como la importancia del gran actor cómico Cantinflas, la imagen del macho mexicano agenciada por ídolos como el Indio Fernández, Pedro Infante, Jorge Negrete, Javier Solís, Miguel Aceves Mejía y Luis y Antonio Aguilar, entre otros y vio con claridad la importancia de la irrupción de figuras icónicas como el gran Juan Gabriel o estrellas insumisas de la farándula como la escandalosa joven Gloria Trevi, a la que seguía en sus presentaciones como un verdadero fan. Porque Monsiváis estaba en todas partes, diríase que siempre omnisciente y omnipresente como un dios prehispánico. Así se le veía en el Bar 9, el LUCC o el Hábito de Jesussa, donde reinaba la cultura undergound de la Ciudad de México.
Se preocupaba por la lucha libre y las figuras de luchadores como El Santo, La Momia Azteca y Huracán Ramírez, entre otros, y solía visitar los grandes dancings de la ciudad como el California, donde reinaba el cha cha chá y el mambo del cubano Dámaso Pérez Prado. No fue ajeno a los encantos de las grandes cabareteras Ninón Sevilla, Tongolele o actrices como Dolores del Río y La gran María Félix, que fue como una iracunda reina Cuatlicue de las mujeres emancipadas que hablaban de frente e imprecaban con brío a los machos emblemáticos de la política y la farándula.
Tuvo intensas polémicas con ese otro gran faro de la cultura mexicana Octavio Paz, quien no dudaba en lanzarse a la esgrima con los jóvenes autores de su país, a quienes solía herir con sus saetas. De Monsiváis Paz llegó a decir una vez que su obra solo tenía "ocurrencias", a lo que Monsiváis le respondía con humor e ironía. Fueron miles y miles las páginas que Monsiváis escribió en diarios, revistas y suplementos literarios de México y para muchos su prosa barroca, a veces churrigueresca, cantinflesca, parecía incomprensible. Algunos críticos consideran que su obra era solo apta para el foro local, por lo que se han traducido a otras lenguas pocos de sus libros o ensayos. Sin embargo, la Feria Internacional del Libro de Guadalajara logró galardonarlo con el prestigioso Premio Juan Rulfo cuando este existía.
Gran fumador, Monsiváis tuvo al final un gran deterioro físico y murió de problemas respiratorios en una larga agonía seguida por sus amigos y admiradores. Era un personaje simpático y querido, a cuyas conferencias acudían centenares de estudiantes convertidos en groupies de la estrella intelectual. Su estela vital fue clave para desentrañar la mexicanidad moderna, pues estuvo atento a las derivas autoritarias del Partido Revolucionario Institucional y su serie de presidentes, caudillos, algunos de los cuales se sentían dioses aztecas. Las masacres y actos represivos contra estudiantes y opositores en los años 60 y 70 ocuparon su atención.
Muchos de sus textos publicados a lo largo de cuatro décadas de actividad desenfrenada se encuentran ocultos en las páginas de revistas, diarios y suplementos, pero quienes vivimos en México cuando estaba en plena actividad no podemos olvidar esa impronta indeleble de su estilo y su mirada. Porque la actividad monsivaíta se caracteriza por la curiosidad y la mirada permanentes de todo lo que ocurría a su alrededor en los mercados y las calles de la gran urbe. Los cómics, la televisión, la radio y todos los medios posibles no le eran ajenos. Vivió y murió como un devorador del mundo circundante, fiel a la vocación del grafómano que todo ve y escucha.
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