Eduardo García A.


Aunque nunca lo supieron, Rogelio el liberal y Carlos el conservador coincidieron hace siete décadas en Bogotá antes y después del 9 de abril. Ambos llegaron en marzo y pudieron conocer de primera mano las expectativas por la IX Conferencia Internacional Americana, también llamada Reunión Panamericana y de repente la tragedia provocada por el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán a mediodía del 9 de abril de 1948.
Como militante del conservatismo, Carlos era ayudante ocasional de muy bajo rango de la comitiva de Laureano Gómez, quien era desde hacía menos de un mes ministro de Relaciones exteriores de Ospina Pérez e inauguró la Conferencia, pero horas más tarde cayó en desgracia tras el asesinato de Gaitán y los disturbios. Laureano estuvo recluido en el ministerio de Guerra, a donde fue confinado por orden de Ospina, mientras se acercaban los tanques de los revolucionarios a Palacio y éste negociaba con los liberales moderados o « lentejos » un acuerdo para detener la insurrección y el caos o, como dirían los políticos, « salvar a la patria» de la imfame turba.
Cerca del Palacio presidencial Carlos vio como disparaban contra la gente que estaba encima de los tanques enarbolando banderas liberales y comunistas y caían uno tras otro acribillados sin tener tiempo para reaccionar. Rogelio el liberal salió del diario El Tiempo y se dirigía a una cita con unos copartidarios en el café Saint Moritz, cuando oyó los disparos y después el tumulto que siguió al asesinato de Gaitán. Cruzó la calle y alcanzó a ver cuando subían al líder a un automóvil para llevarlo a la clínica donde murió o tal vez ya llegó muerto.
Rogelio vio como agarraron al asesino Roa Sierra y se lo llevaron a la farmacia Nueva Granada y como la gente rompió la cortina de seguridad y lo sacaron de ahí y empezaron a golpearlo hasta matarlo y luego lo arrastraron por la calle a medida que la gente se enardecía y llegaba para asestarle más golpes al muerto. Vio como se lo llevaban arrastrándolo por la séptima rumbo a la Plaza de Bolívar y al final quedó muy impresionado de ver al hombre destrozado, con todos los miembros fracturados, desnudo y un ojo que le colgaba de su órbita en medio de restos de sangre coagulada.
Con sus amigos liberales decidieron hacer algo. Del lugar se trasladaron a la Permanencia de la calle 30 con carrera quinta a pedir instrucciones a los improvisados líderes de las huestes revolucionarias y desde ahí lanzaron consignas y agitaron a militantes liberales del barrio para incitarlos a la revolución, que les parecía inminente después de la tragedia. De ahí decidieron repartirse para tomar todas las emisoras posibles y por radio lanzaron proclamas. Era un excelente locutor y agitador y esa fue su función hasta que las fuerzas del orden retomaron las radios.
Rogelio el liberal y Carlos el conservador tenían en ese entonces unos 30 años y eran políticos provincianos de tercer o cuarto rango. Ambos estaban en lo máximo de sus energías, cautivados por las ilusiones y los ideales respectivos. Carlos vivía en una pensión por la carrera octava con 16 y Rogelio estaba en otra situada en La Candelaria. Trabajaban en juzgados y andaban siempre entre políticos, abogados y parlamentarios. Rogelio esperaba que el Caudillo o el “negro” Gaitán, como le decían, conquistara por fin la presidencia para los liberales o « collarejos » en 1950 y Carlos deseaba el triunfo futuro de su ídolo Laureano Gómez.
Pero el 9 de abril lo arrasó todo. Viejos cafés, rincones, calles, zonas de la ciudad desaparecieron, incendiados o destruidos. A lo largo de toda la séptima, entre la calle 15 y la Plaza de Bolívar muchas casas y edificios se esfumaron. Casi nada quedó en pie. De esas ruinas saldría otra ciudad, una nueva Bogotá y el éxodo de muchos habitantes del centro, entre ellos políticos notables y familias reconocidas.
En sus apuntes Carlos contaba como los agentes mataban liberales y comunistas el 9 de abril con ayuda de las efectivas subametralladoras Thompson, colocándose en lugares estratégicos desde donde era fácil disparar a la multitud de revoltosos. Y desde esas alturas los veía caer y quedar despanzurrados en un reguero de sangre, lo que al principio le incomodó un poco, pero luego le pareció hasta divertido. A veces, para variar, también mataban a borrachos saqueadores de la infame turba descontrolada que deambulaba con botellas de aguardiente y machetes en alto.
Rogelio quedó traumatizado por las escenas de violencia y solía contar no sólo lo del ojo colgante del asesino Roa Sierra sino la variedad de cadáveres amontonados, apeñuscados, putrefactos, que vio en el Cementerio Central. En las horas que estuvo ahí en busca de amigos o copartidarios desaparecidos vio llegar a centenares de deudos que deambulaban como los círculos de Dante en busca de familiares y separaban los cadáveres de entre la pirámide nauseabunda que a veces se desplomaba toda con un sonido seco de pesadas bolsas líquidas gangrenadas y gusanientas. Ese sonido lo atormentaba en las pesadillas y cuando gritaba en la noche sucedía que soñaba ser uno de los muertos del Cementerio Central, que era uno de los cadáveres del 9 de abril. Veía que su madre llegaba a buscarlo y se aproximaba a unos metros de él y trataba de hablarle, pero ella no lo veía y no lo escuchaba y seguía buscando en otro lado.
Rogelio el liberal aulló toda la vida en las pesadillas cuando trataba de gritarle a su mamá que sí estaba vivo y lo sacara de entre los muertos. Carlos murió pobre y decepcionado y fue enterrado una tarde lluviosa de bruma y frío como la del 9 de abril de 1948 en un cementerio cualquiera, junto a una hilera interminable de bóvedas heladas.
A ambos los atrapó el frío mortal que ha recorrido el país desde las selvas a las montañas de los Andes, desde los llanos y los valles a los páramos, llevando el viento helado a todas partes, incluso al horno de las riberas calcinadas de los ríos Cauca y Magdalena por donde han bajado siempre los cadáveres, los muertos de la Conquista, la Colonia, la Independencia, la Patria Boba, la Guerra de los Mil Días, La Violencia, el narcotráfico, el paramilitarismo, las guerrillas, como ha ocurrido siempre en Colombia, camposanto ancestral de absurdos odios políticos e inquinas. Rogelio y Carlos ya murieron hace tiempos, pero el país sigue ahí cargando con sus demonios y fantasmas.
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