Eduardo García A.


Ante la perspectiva de contar a partir de este domingo con una amplia mayoría en el Congreso, después de ganar de manera aplastante la elección presidencial, el nuevo y joven presidente francés Emmanuel Macron ha realizado una verdadera revolución que nos recuerda los mejores tiempos del país, esos que quedaron para siempre marcados en los libros de historia por el signo del consenso casi generalizado. Pensemos por ejemplo en la llegada del joven, enérgico y brillante Napoleón Bonaparte al poder, saludado en todo el mundo y en Europa por una generación de románticos progresistas o la llegada del general Charles de Gaulle, el salvador del país invadido por los nazis y fundador en 1958 de la Quinta República, que aun sigue vigente y funciona.
Hace apenas medio año el país todo estaba ensombrecido, debilitado en el contexto mundial, golpeado por los atentados, amenazado por el auge de las derechas populistas triunfantes en Estados Unidos e Inglaterra y el crecimiento de las mismas fuerzas en Alemania y otros países del este europeo. La depresión y la incertidumbre eran generalizadas y muchos pensaban que de ganar los partidos antieuropeos y retardatarios en Francia, la Unión Europea explotaría en vuelo, generando caos y desconfianza económica ante la mirada arrogante del gran payaso Donald Trump, quien inició su gobierno arrogante agrediendo verbalmente a Europa.
Aunque Hollande fue un presidente honesto, tolerante y democrático, su popularidad nunca logró aumentar y fue objeto de los ataques encarnizados de los propios miembros radicales de su partido, que sabotearon infatigablemente en el Congreso todas sus propuestas de reforma y lo desprestigiaron con odio y hostilidad patológicos. Solitario en el palacio del Elíseo, abandonado por los suyos, el presidente Hollande tuvo que renunciar a presentarse para un nuevo mandato de cinco años e hizo mutis discretamente. Sus inmaduros críticos cavaron la tumba del Partido Socialista, que naufragó luego al mando de su canditado utópico Benoît Hamon y sus partidarios de la llamada "fronda".
En esos momentos sombríos, las figuras que aparecían como posibles triunfadores y favoritos para pasar a la segunda vuelta eran el candidato de la derecha dura François Fillon, apoyado por las fuerzas más conservadoras, y la candidata de la extrema derecha Marine Le Pen y con ellos el candidato de la izquierda radical Jean Luc Melenchon, que coincidía con ésta última en la alergia antieuropea y antieuro y en el lenguaje ansiolítico y polarizador.
Macron aparecía entonces como una fuerza emergente, pero los analistas no estaban seguros de que su auge se concretara en votos a la hora de las elecciones. El joven de 39 años nunca había participado en ninguna elección local ni tenía trayectoria militante ni partido propio y su experiencia se reducía a haber sido durante los primeros años del gobierno de Hollande en uno de sus amigos y asesores de cabecera, como secretario general adjunto del Elíseo y luego como ministro de Economía, a donde llegó por sorpresa luego de que abandonaran el gobierno los socialistas hostiles a Hollande.
De esa nube inestable de la esperanza, el inexperto Macron fue convirtiéndose poco a poco en la alternativa, gracias a los errores y defectos de sus adversarios. El favorito Fillon su hundió luego de un escándalo de corrupción, dejando desamparada a la derecha, Marine Le Pen perdió fuerza por su agresividad e intolerancia, los socialistas se hundieron al elegir como candidato a una figura utópica, inexperimentada y poco carismática. De ese bulevar de desastres salió la fuerza fresca del nuevo líder, cuya juventud y brillantez contrastaba con la amargura gangsteril de los líderes de la derecha y la extrema derecha o la agresividad malencarada del candidato de la izquierda radical.
De repente la ola tomó fuerza y los franceses decidieron barrer con el pasado y mandar al basurero de la historia a todas las figuras tradicionales que acapararon el poder durante décadas en el Congreso y los ministerios y que batallaban entre ellos con odio, calumnias, arreglos de cuentas, cuchilladas traperas. Incluso se dieron el lujo de sancionar a los críticos socialistas de Hollande, que desparecieron del mapa cuando hace menos de un año soñaban con reemplazarlo en el Elíseo.
Si como todo indica, el novedoso movimiento de Macron La República en Marcha logra una mayoría más que absoluta en el Congreso y los viejos partidos quedan reducidos a lo mínimo, estaremos presenciando una revolución pacífica que rejuvenecerá al parlamento, dará paridad a los mujeres en ese recinto y convertirá a centenares de jóvenes inexpertos de la sociedad civil en congresistas.
En las calles, bulevares, cafés, en los medios, se sienten los nuevos aires políticos del país encabezado por un joven jovial y brillante que cambió el rostro de Francia y Europa en menos de un año y da nuevas esperanzas a un continente en crisis.
El auge sombrío de las tenebrosas fuerzas retardatarias, aislacionistas y racistas encabezadas por Donald Trump en Estados Unidos y por el Brexit antieuropeo de Inglaterra, que ahora está de capa caída al mando de la debilitada Teresa May, habrá durado muy poco. Ahora toca el turno a este verano moderno de Emmanuel Macron, que da ánimo y voz en el planeta a quienes abogan por la tolerancia, el derribo de los muros y el cotejo de ideas y tendencias para transformar cultural y tecnológicamente el mundo y buscar un futuro mejor para las nuevas generaciones.
Pero por supuesto, a partir de esta semana viene la difícil tarea de llevar a cabo las reformas que requiere el país y de hacer los enérgicos movimientos diplomáticos requeridos para que las voces ilustradas de Francia, Alemania y Europa vuelvan a contar en el mundo frente al desafío de Trump. Emmanuel Macron está rodeado de una brillante generación de jóvenes que tendrá que demostrar en los próximos años que su llegada al poder no es solo una ilusión efímera sino una fuerza firme para construir futuro y despejar los horizontes de la humanidad maltrecha.
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